De mi admirado Antonio Muñoz Molina este relato de una Penélope moderna y de la necesidad que tenemos de los cuentos.
Una
historia antigua
En el corazón de
cualquier relato está el misterio de lo que no llega a decirse
Cientos de miles de jóvenes
en EE UU lucharon en las guerras de la última década, dejando a sus Penélopes
detrás. / Reuters / Erik de Castro
Nos contamos historias a
nosotros mismos para seguir viviendo”. Me acordé de esas palabras de Joan Didion conversando con una mujer que probablemente había
leído muy poco o nada y que sin embargo era una excelente narradora y hablaba
un español empapado de literatura: de novelas sentimentales, de boleros, de
telenovelas. Es una mujer de casi sesenta años que no ha tenido mucha suerte en
su vida, pero que la cuenta con esa extraordinaria desenvoltura narrativa del
habla colombiana, en la que nunca falta el humorismo, y en la que la guasa
amortigua o endulza hasta lo más cruel. Emigró a Nueva York cuando era muy
joven. Tuvo un hijo con un hombre que desapareció en seguida. Con la esperanza
de poder pagarse los estudios de Medicina, su hijo se alistó en el ejército
cuando empezaba la invasión de Irak. Lo enviaron allí, y ella dice que le rezaba
todos los días al Señor pidiéndole que se lo devolviera vivo y entero. “Dios
mío, no me lo devuelvas quemado, o sin piernas, eso no”. Hablaba con él de vez
en cuando por Skype y lo notaba trastornado por dentro, horrorizado de lo que
veía. “Mamá, esto es el infierno”. Tenía 22 años y se había casado un poco
antes de viajar a Irak, “con una gringuita rubia, linda, con los ojos azules”.
El hijo la llamó cuando ya solo le quedaba una semana en la zona de guerra. Uno
o dos días después de hablar con ella, el blindado en el que viajaba rebotó
sobre una mina y murieron él y sus tres compañeros de patrulla.
‘La Odisea’ irrumpe por primera vez en la imaginación de alguien, no
como una obra solemne, sino como una fábula
Años después de perder a su
hijo, ella sigue extraviada en el mundo, en una rara viudedad que no le impide
teñirse el pelo, arreglarse, vestirse con colores claros y oros, con una casi
exuberancia muy habitual en esta zona entre colombiana e indostánica donde
vive, Jackson Heights, en Queens. Tenía dolores muy fuertes de espalda y le
dieron el disability, como ella dice, de modo que pudo jubilarse y cobra
una pensión. Pasa temporadas largas en Colombia, en la ciudad querida de su
origen, Pereira. A la entrada de su apartamento hay una estantería baja en la
que se alinean ordenadamente zapatillas caseras, calzado de deporte, tacones.
En medio del calzado femenino hay unos zapatos grandes masculinos que fueron de
su hijo. Para seguir viviendo, esta mujer cuenta lo buen chico que fue siempre,
lo estudioso en la escuela, siempre alejado de las malas compañías del barrio,
resuelto a llegar a ser un buen médico.
Pero no quiere dar por
terminada su vida. Sueña, dice, con encontrar a un hombre que la quiera de
verdad, que le hable con dulzura al oído y, si hace falta, le cuente mentiras
bonitas. “¿No es eso lo que nos gusta a las mujeres?”, dice medio en broma,
entre la guasa y la melancolía, “¿que nos cuenten mentiras?”. Y entonces, ya
empapada sin saberlo de literatura, nos cuenta que de joven vivió un gran amor,
un verdadero amor, no con el padre de su hijo, sino antes, una vez que se fue a
España con todos sus ahorros para buscar trabajo. Él era de Barcelona, pero se
conocieron en Canarias. “Recorrimos en su carro las siete islas, una por una”.
Terminaban de visitar una isla y embarcaban el coche para explorar la próxima.
Buenos hoteles, restaurantes. Luego viajaron por toda la Península, durante un
año entero. Dice el nombre y los dos apellidos, complicados y prometedores como
los de un galán de telenovela. En vez de buscar trabajo, gastó con él todos sus
ahorros, en plena felicidad, yendo a todas partes, comiendo y bebiendo muy
bien, a veces demasiado, porque los españoles toman vino con todas las comidas,
y además usan mucho el ajo, de modo que a ella le parecía a veces que le olía
un poco a ajo el sudor.
Volvió a Colombia enamorada
y en quiebra. Habían planeado seguir viéndose, pero había demasiada distancia.
“Y entonces no era como ahora, no había celulares, nada más que cartas, que
tardaban tanto, y una llamada de teléfono costaba carísima”. Al hablar de él
siempre dice su nombre y sus dos apellidos, como para confirmar la realidad
administrativa de su existencia. Dice que sigue soñando con él. Sueña con él
como era entonces, exactamente así. No lo sabe imaginar gordo, mayor, calvo,
con el pelo blanco. Sueña que vuelven a encontrarse. Pero se queda pensativa y
dice que ha pasado tanto tiempo que si lo viera quizá no lo reconocería. Su
hermana, muy acostumbrada a sus historias, la mira con ironía y le dice: “Eres
una Penélope”.
Pero ella no ha escuchado
nunca ese nombre y no conoce la historia. Me veo cumpliendo la singular tarea
narrativa de contar la espera de Penélope y el regreso de Ulises a Ítaca a una
persona que la está escuchando por primera vez, y que me mira con una expresión
muy atenta, con la curiosidad pura de saber qué sucede a continuación,
asombrada y conmovida por la obstinación de los dos esposos a lo largo de 20
años, Ulises sobreviviendo a aventuras y naufragios, Penélope destejiendo de
noche lo que ha tejido de día para prolongar la espera, el perro viejo y ciego
que reconoce antes que nadie a su amo. La Odisea está irrumpiendo por
primera vez en la imaginación de alguien, no como una obra literaria solemne,
sino como una fábula, una más entre los relatos que nos contamos los unos a los
otros a diario, o que nos contamos en silencio a nosotros mismos, fantaseando,
mintiendo. Pero lo prodigioso y lejano resulta de inmediato familiar: hay un
hijo que abandona muy joven la casa en la que se crio sin la presencia de un
padre; hay un soldado que está punto de no volver de una guerra que no parecía
terminar nunca; hay un hombre y una mujer que se encuentran después de haberse
esperado y recordado tanto y ahora no se reconocen, porque han pasado 20 años.
Para estar segura de que el recién llegado es Ulises, Penélope lo pone a
prueba. Hay una sola cosa íntima que solo él puede saber. El reconocimiento
indudable sucede en el secreto de la cámara nupcial. En la pesadumbre del
relato surge un indicio de picardía que a nuestra interlocutora le hace sonreír,
porque ni la soledad ni el luto le han apagado una crédula expectación de los
placeres de la vida. Se pregunta qué prueba podría ponerle ella a su amante
español si volviera a encontrarse con él, si lo mirara y no estuviera segura de
reconocerlo, al cabo de una ausencia más larga ya que la de Ulises. Y comprende
instintivamente que en el corazón de cualquier historia está el misterio de lo
que no llega a decirse.
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