No levantar uno la cabeza
Si siempre hubiera estado así, mirando el suelo, la
barbilla pegada al cuello, los ojos bajos y las pupilas esforzándose por
alcanzar a mirar aquello que sucede a mi alrededor, si siempre hubiese
tropezado con todo aquello que se me enfrenta, agachándome cada vez más,
sintiendo la incipiente joroba que me muestra a los demás como si un dedo
divino me señalase, como si supiese que de atreverme a levantar una pizca la
avergonzada cabeza, los demás me arrinconarían, me increparían y tal vez hasta
me molieran a palos; si así hubiese sido desde siempre mi destino tal vez
sufriría menos, la fuerza de la costumbre, el desconocer, el haber sido ciega a
la vida desde mi nacimiento, entonces, no quisiera que se detuviesen los días y
las noches, se apagase el sol, cayesen las estrellas manchando su blancura en
lagos de fango o fuego y que mi respirar en soledad se cortase, detenida la
sangre de mis venas y se silenciase para siempre mi posibilidad de decir, pero
no, una vez tuve yo la cabeza erguida, la mirada cubriendo el horizonte, los
colores en mis pupilas, los sueños en mi mente y las palabras saltando como
gotas de un incesante correr de río abierto que viajaba atravesando paisajes en
los que mi espíritu se deleitaba ante cada brizna, cada instante, cada tonalidad
de luz.
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