Quedarse plantada.
Era como cualquiera, había empezado a caminar a los dos años y no había parado de ir de un lado al otro interesándose por la vida y por las cosas. Lo que más le gustaba era la gente. Cada persona distinta, esa combinación de ojos, nariz, boca y orejas daba infinidad de rostros todos distintos. Algunos daban confianza, a otros había que temerles, había algunos de los que provocaban salir corriendo y otros quedarse a su lado para descansar. Su padre era zapatero y ella aprendió pronto el arte de hacer zapatos. Su especialidad era la gamuza porque le gustaba lo aterciopelado de su tacto y en las noches antes de dormir imaginaba una manada de gamuzas, hermosas ovejas que saltaban y ella las iba contando para atraer el sueño. Su madre vendía hortalizas y frutas que ella misma sembraba en el jardín trasero de la casa. Lo que más le gustaba a la niña era la cosecha, arrancarle a la tierra sus hermosos frutos, era magia pura. Los sábados acompañaba a su madre a vender la feria de la plaza principal y se pasaba el día pregonando:
— Yucas, paltas, fresas, uvas, zanahorias, papas, colifloooores!
Un día su mamá tuvo que irse de improviso, tuvo el presentimiento de que algo había pasado, como efectivamente pasó, su esposo se había rodado las escaleras de la iglesia y tenía rotas las dos piernas y se había hecho un agujero en la cabeza.
—Quédate aquí, le dijo la madre, —no te muevas.
Y ella obedeció. Se fue haciendo de noche, hacía frío, tenía miedo, pero lo más extraño fue que le crecieron raíces de las piernas y los pies que se fueron incrustando en el pequeño jardín de la plaza y aunque ella quería moverse, no podía. Estaba plantada. Se encogió un poco, resbalándose hasta caer sobre el suelo, y se arrastró para alcanzar a ver la luz que había quedado encendida en una esquina de la municipalidad.
¿Soy una flor, —se dijo— o seré un árbol?
Y las manos pegadas al cuerpo las subió dirigiéndolas hacia el cielo como rezando o convirtiéndose en flor. La madre se pasó la noche cuidando al padre, haciendo trámites para que lo pudiesen operar, especialmente de la cabeza porque se le podían escapar las ideas y olvidar la fórmula de hacer zapatos tan bellos, los mejores del pueblo, de rato en rato se acordaba de la niña, pero no podía ir por ella, le tocaba estar ahí junto al esposo. Empezó a llover, una lluvia fina, una garúa que acompañó a la niña y la refrescó y le dio ánimos para seguir ahí plantada esperando. Al amanecer se dio cuenta de que había dormido y de que había crecido, a pesar de la soledad, se sentía feliz y hasta hermosa.
Antes de que se hiciese del todo de día llegó la madre corriendo, llamándola:
—Elisa, Elisa, acá estoy. La niña estiró los brazos como si fuesen pétalos movidos por el viento de la mañana.
En un instante la madre, conocedora de plantas y flores notó las raíces que retenían a la niña y suavemente, con movimientos sabios de adelante para atrás, de derecha a izquierda, fue arrancándola, diciéndole palabras dulces de madre, amorosas,
—Te quiero, eres mi sol, eres mi vida, eres mi luna querida. La niña se sorprendió al notar la facilidad con la que podía mover los pies y zafarse de la tierra, abrazó a su madre y ella le fue contando la caída del padre, el por qué la había dejado ahí plantada, —pobre niña mía. —Saltando en un pie, en otro, en los dos, llegaron juntas al hospital en donde el médico les aseguró que se pondría bien y que ni se preocuparan porque él había visto tras el agujero de la cabeza intacta, la fórmula de hacer zapatos bellos, en especial los de gamuza. (Cuento basado en una expresión idiomática).
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