domingo, 11 de agosto de 2013

Esta mujer que baila sin moverse

Los artículos de Tomas Eloy Martinez, escritor argentino tienen la capacidad de conmover. Acá nos presenta una mujer que vive en las estaciones de Metro de New York.

Esta mujer que baila sin moverse
Por Tomás Eloy Martínez
Para La Nación

HIGHLAND PARK, N. Jersey.- Al principio supuse que era el azar. Todas las veces que debo tomar en Penn Station el tren de las 17.24 que va de Nueva York a New Brunswick, una mujer calzada con zapatillas de ballet se abre espacio entre la muchedumbre que corre hacia el andén y, una vez allí, gira dos veces sobre sí misma, en puntas de pie, y se desvanece en la nada.
La mujer lleva abrigos pesados en invierno y batas largas de algodón en verano. Advertí de entrada que era uno de los escasos residentes fijos de la estación, y un agente del servicio de vigilancia me lo confirmó hace algunos meses. Después de la medianoche, le permiten tender su bolsa de dormir junto al quiosco de revistas o bajo el toldo de alguno de los restaurantes, y la despiertan a las seis de la mañana, antes de que llegue el inmenso flujo de empleados que viven en los suburbios.
El domingo 25 de febrero la vi repetir su danza ritual y me di cuenta de que ya no se trataba del azar sino de una laboriosa, inevitable rutina. No habría más de cincuenta personas esperando el tren de las 20.32. Cuando en el enorme tablero que domina el centro de la estación apareció el número del andén, ocho minutos antes de que el tren saliera, la marejada empezó a moverse con una lentitud de crepúsculo. De pronto vi que la mujer echaba a correr desenfrenada, ansiosa, como si le fuera la vida en eso. Calzaba las habituales zapatillas violetas de su baile, ahora desfiguradas por parches de otros colores, y sobre la falda escocesa de los inviernos llevaba un tutú de gasa, almidonado como una corola de Walt Disney. Descendió con saltos de arabesco por las escaleras que llevan a los laberintos del andén, repitió allí su pirueta y otra vez se desvaneció en la sombra.
Decidí perder el tren y subir a buscarla. Los personajes solitarios que tienen el privilegio de refugiarse en la estación jamás hablan con extraños y rara vez se comunican entre sí: lo hacen solo para pelearse por los espacios. La encontré al pie del tablero, observándolo con impaciencia, como si estuviera por viajar. En ese instante adiviné que no bien apareciera el número del andén, saldría corriendo y volvería a bailar. Tuve la absoluta certeza de que su danza se repetía a toda hora, antes de la salida de todos los trenes.
Fragmentos de una historia
Aunque la había visto infinitas veces, fue en esa tarde de domingo cuando la vi de veras por primera vez. Solo se sabe cómo son las personas y las cosas cuando uno las ve por segunda vez, pero para que revelen su naturaleza profunda, esa segunda mirada tiene que ser más inocente y asombrada aún que la primera. La contemplé sin disimulo. En Estados Unidos, eso puede ser peligroso, ofensivo. Mirar fijo es una manera de invadir la intimidad del otro, pero no me importaba. Me pregunté cuál sería su edad. Tal vez ni ella misma la sabe. Debe de andar entre los treinta y los sesenta, quizá mucho más, o menos. El pelo, largo y veteado de canas, está recogido sobre la nuca con uno de esos broches dentados de plástico. Le faltan las muelas, pero los incisivos y caninos están intactos y sin manchas. Aunque lleva las piernas siempre cubiertas por una malla gruesa de color ceniza, se nota que debajo hay un delta de várices. Me pareció un milagro que, aun ofendido por esos nudos y raíces, su cuerpo tuviera la valentía de bailar.
Me acerqué a ella con toda la delicadeza que pude y le pregunté si podía ayudarme a escribir una historia. "¿Qué historia?", dijo, a la defensiva. "Su historia -le respondí-. No he visto a nadie hacer lo que usted hace." Se echó a reír, mostrando sus encías desoladas. "Ay, ay -suspiró-. Entonces usted nunca se ha fijado en lo que hace aquí la gente, en la estación. Vea a su alrededor -me dijo, extendiendo los brazos-. Vea estos cientos de personas inmóviles, estudiando la pared negra del tablero a la espera de que aparezca el número de un tren, la señal de que ya pueden irse. Fíjese en lo que pasa cuando salen corriendo. Es un ballet, ¿no? Una coreografía, un teatro invisible." "Sí, es como un musical de Broadway -confirmé yo, por decir algo-. Una telenovela."
A regañadientes aceptó que comiéramos un sándwich en uno de los restaurantes de la estación. Eligió con cuidado el que prefería. "Allá no, porque no van a querer servirme -dijo-. En ese otro tampoco, porque ahí me regalan las sobras. Aquel tercero es el mejor. Es nuevo. Los del turno de la mañana me dan café pero los de la noche no me conocen." Cuando nos sentamos a la mesa, ella aprovechó para cambiarse las zapatillas de baile. Llevaba tres o cuatro en una bolsa de plástico, todas violetas, todas con rasgaduras y parches. Le dije mi nombre y le pregunté por el de ella. No me lo quiso dar. "Si escribe algo, llámeme sólo Rhina, la de Penn Station -dijo-. Fui bailarina, conozco el mundo, pero ahora no puedo moverme de aquí."
Durante los diez o quince minutos que duró el sándwich logré conocer fragmentos de su historia, pero son tan dispersos, tan difusos, que no se puede armar con ellos ningún cuadro. Su madre le enseñó a bailar alguna vez, en un pueblo de Georgia. Estuvo seis meses en el coro del New York City Ballet. Conoció a un hombre. Dejó el baile por él y luego también el baile la dejó a ella. La tarde en que debía regresar al New York City Ballet para su última oportunidad de trabajo, se cayó en la estación del subterráneo y se rompió el fémur izquierdo. Estuvo un par de días en el hospital y luego desembarcó en la calle. Descendió por las escaleras mecánicas de Penn Station en muletas, una mañana de agosto de 1998, y pidió amparo a uno de los guardias. Desde entonces no se ha movido de allí. Si se moviera, perdería su lugar, porque algún otro desvalido se lo arrebataría para siempre.
Ballet en la estación
Hace ya un año, cuando Rhina sintió que sus piernas eran otra vez ágiles, intentó dar algunos tímidos pasos de baile en el hall central de la estación. Por los parlantes se está difundiendo siempre música de Bach, de Vivaldi, de Corelli -la misma que los médicos usan en los quirófanos, porque la repetición infinita ya la ha tornado inocua-, pero por alguna distracción de las computadoras se oyó un fragmento de Cascanueces y Rhina decidió que si no bailaba en ese instante no lo haría nunca más. Apenas intentó algunos movimientos de gimnasia con los pesados zapatones de goma que llevaba entonces, los guardias le llamaron la atención y amenazaron con expulsarla. Entonces ella les hizo ver la inmensa marea de gente agitada que descendía hacia los andenes y les pidió permiso para hacer lo mismo. "Si eso es lo que se hace aquí, ¿por qué yo no puedo hacerlo?" Un oficial del Ejército de Salvación le consiguió las primeras zapatillas de baile. Un pasajero que hace viajes frecuentes a Princeton le regaló el segundo par. Encontró el tutú de gasa y el tercer par de zapatillas la noche del último Año Nuevo en un cesto de basura. La única ilusión de la vida de Rhina es montar alguna vez un ballet en el que cientos de personas, inmóviles ante el tablero negro con los horarios de los trenes, salgan corriendo de pronto en infinitas direcciones. "No necesito imaginar la coreografía -me dijo-. Eso ya está a la vista aquí, a cada instante. Tengo cientos de coreografías posibles, y todas, en el escenario de un teatro, serían inolvidables." Le pregunté por qué no huía de su refugio ciego, donde jamás ve la luz del día, y probaba suerte en el mundo. "Yo nací para el movimiento -me respondió- y solo en esta realidad que nunca se mueve me siento segura." En ese momento anunciaron el siguiente tren para New Brunswick y salí corriendo detrás de la marea de pasajeros, en busca de esa otra realidad que siempre se está moviendo. Afuera, en los campos por los que corría mi tren, había luz, mucha luz. Pensé que, sin embargo, todo lo que se veía era sombra y que tal vez la verdadera luz estaba en el pequeño, encerrado y repetido mundo de Rhina, la de Penn Station


1 comentario:

  1. pilar del solar rojas17 de agosto de 2013, 13:04

    QUÈ TRAGEDIA PUEDE SER LA VIDA!O MEJOR DICHO ES. BIEN DE ELOY MARTÌNEZ DE ACERCÀRSELE. ALGUNOS MOMENTOS DIGNOS LE PROPORCIONÒ, AUNQUE MUY TRISTE EL ABANDONO.PARECE QUE ASÌ ES.FUERTE!
    QUISERA ENCONTRARLE HECHOS POSITIVOS, SERÌA LA VALENTÌA DE ESTA MUJER LUCHADORA, SENSIBLE.
    PILAR DEL SOLAR
    pilsolar@gmail.com

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