El planeta amarillo
Había una vez,— nos contaba mi mamá,— un planeta muy lejano a la tierra, q...ue despedía una luz amarilla y triste. Durante las noches de luna llena si uno lo buscaba un rato entre las estrellas, podía verlo.
En ese planeta vivían unos hombrecitos tan pequeños que no alcanzaban ni el tamaño de un niño. Estos hombrecitos eran amarillos como su luz, como sus casas y plantas. Todo en el planeta era amarillo, salvo un árbol blanco, que crecía en medio de su mundo amarillo.
Amarillo era el silencio, amarillas las preciosas mariposas que volaban sobre el agua amarilla que corría suavemente por sus acequias y amarilla era su esperanza. Hasta el viento era amarillo y amarillos eran todos sus campos.
Más importante que el color del planeta, era saber que sus habitantes, jamás reían. No sabían hacerlo. Nadie les había enseñado a sonreír y menos a lanzar una sonora carcajada llena de alegría. Los hombrecitos amarillos eran muy trabajadores y por supuesto que muy serios. Su vida estaba dedicada al trabajo, se levantaban muy temprano para ponerse a trabajar y trabajaban hasta que llegaba la noche. Cuando se metían a la cama, se dormían muy rápido sin soñar, y al día siguiente, se levantaban apurados, para seguir trabajando.
-¿Se imaginan?,— nos preguntaba mi mamá,— ellos no sabían saludarse con una sonrisa, no conversaban ni jugaban; en ese lejano planeta, no existían bromas ni cantos, ni siquiera sueños.
Nosotros tratábamos de imaginar sus caras frías, sus bocas como arrugas, casi borradas, sus ojos desgraciados y afligidos y nos llenábamos de pena.
Pero, felizmente el cuento seguía y en él sucedió que un día, mientras los hombrecitos amarillos construían puentes, casas y caminos y mientras las mujercitas amarillas lavaban, cocinaban y planchaban sin detenerse, sin mirarse, sin quererse, nació un nuevo hombrecito, en una casa que quedaba muy cerca del hermoso árbol blanco. Todos hubieran podido decir que se trataba de un niño común y corriente, porque era igual a cualquier otro niño del planeta, pero tenía algo muy especial, tenía una preciosa sonrisa en los labios.
El niño de la sonrisa cambiaría el planeta.
El día de su nacimiento, todos los hombrecitos y sus mujeres, corrieron a verlo maravillados y empezaron a cambiar la postura de sus labios moviendo la boca de un lado al otro para imitarlo, tratando de hacer una sonrisa como la del niño. Hicieron cientos de muecas, antes de conseguir algo que pareciera a una sonrisa. Entonces, se miraron extrañados y complacidos. ¡Eran tan hermosos y diferentes con su nueva sonrisa!
Ya no se vieron mas caras serias, ni duras, en el planeta amarillo. Siguieron trabajando, pero, de rato en rato, se miraban y recordaban que podían sonreír y sonreían llenos de alegría. —Ya era algo, ¿no?
El nuevo niño fue creciendo, hasta que una tarde, cuando todos terminaban de almorzar, el niño se rió, se rió fuerte, con ganas, cómo si hubiese escuchado algo muy divertido, y, entonces, otra vez se reunieron todos y lo rodearon para aprender a reír. Al cabo de un rato, contagiados por la risa del niño, los hombrecitos y sus mujeres, rieron sin parar y aplaudieron llenos de placer.
El planeta amarillo. fue convirtiéndose en un planeta mágicamente feliz. Alguien, un día cantó y el planeta entero lanzó una canción de júbilo al universo.
Con las risas y los cantos, con la felicidad de los hombrecitos amarillos, el planeta fue llenándose de colores. El árbol blanco que crecía en medio del planeta, dejó de ser blanco, para transformarse en un árbol de todos los colores. Si uno lo miraba con atención podía ver en él, el marrón, el rojo, el verde, el azul, el morado, el celeste y el naranja.
Con los distintos colores, todas las cosas fueron distintas.
En las noches de luna llena, recordando este cuento, busco un rato en el cielo, entre las estrellas, hasta que encuentro ese planeta brillante lejano a la tierra que ahora también canta. (Cecilia Bustamante de Roggero)
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