jueves, 13 de febrero de 2014

Los niños brujos

Los niños Brujos

Por Mario Vargas Llosa  Para LA NACION


 LONDRES

En noviembre de 2003, el señor Agbo, guardián de un bloque de edificios municipales de Hackney, un suburbio de Londres donde viven muchos inmigrantes, encontró, encogida en una escalera, tiritando, a una niña de ocho años. Iba descalza, semidesnuda, llena de cicatrices, heridas e hinchazones, y paralizada por el terror. A lo largo de las semanas siguientes, con ayuda de psicólogos y trabajadores sociales, la policía consiguió reconstruir su historia.

La niña, procedente del Congo o de Angola, había sido sometida a torturas sistemáticas los quince meses precedentes, por su madre, su tía Sita Kisanga, y un amigo de ésta, Sebastián Pinto, desde que una noche un hijo pequeño de Sita se despertó llorando y jurando que la niña se le había aparecido en el sueño y amenazado con llevárselo volando de vuelta al Congo. La familia concluyó que la niña estaba poseída por un espíritu maligno, un ndoki, y debía ser exorcizada. La hicieron ayunar tres días y luego procedieron a tratar de expulsar al demonio que la habitaba. La abofeteaban, la azotaban, le frotaban en los ojos ajíes picantes, le punzaron todo el cuerpo y la cara con la punta de un cuchillo, y la tuvieron muchos días encerrada en una bolsa de ropa en la que la amenazaban con tirarla al río o desbarrancarla desde el balcón del edificio. Al final, como el ndoki se resistía a marcharse, la expulsaron del hogar a puntapiés. Los médicos de la policía detectaron cuarenta y tres heridas en el cuerpo de la criatura.

El caso de esta niña, que no puede ser nombrada por razones legales, es apenas la punta de un iceberg. Richard Hoskins, profesor de religiones africanas en el King´s College de Londres, que ha investigado muchos años este tema en el Congo y que asesora a la policía británica en éste y otros cinco casos de exorcismos contra "niños brujos" sometidos a torturas y crueldades en las comunidades de inmigrantes, ha revelado que centenares de niños de origen africano desaparecen cada año en Inglaterra sin que las autoridades consigan averiguar las razones de su desaparición.

En parte por falta de efectivos para efectuar una vigilancia cuidadosa en aquellas comunidades y en parte por prudencia, dada la extrema susceptibilidad que existe en todo lo que concierne a las creencias y costumbres de las minorías étnicas, las autoridades reconocen su impotencia para frenar lo que parece un fenómeno en el que centenares o acaso millares de menores son sometidos en Gran Bretaña a indecibles brutalidades para exorcizarlos de los malos espíritus.

Hace poco más de tres años, se encontró en el Támesis el torso mutilado de un niño africano. El caso Adam originó una investigación en la que, entre otras cosas, la policía descubrió que de 300 niños africanos llegados al aeropuerto londinense de Heathrow en un período de tres meses, sólo dos de ellos pudieron ser localizados. De los 298 restantes no quedaba la menor huella. Por otra parte, varias asociaciones de protección a la infancia han señalado que cada año el número de niños de origen africano que deja de asistir a las escuelas en que están inscritos sin que medie la menor explicación es de varios millares. El profesor Hoskins sostiene que esas desapariciones revelan, además de las prácticas religiosas violentas que pueden terminar en crímenes, la existencia de redes bien establecidas que trafican con menores inmigrantes, vendiéndolos como esclavos domésticos o sexuales.

Contrariamente a lo que a primera vista parecería, que el salvajismo de que hacen gala en las comunidades de inmigrantes los supuestos exorcistas ha sido importado con ellas del Africa, el profesor Hoskins asegura que no es así, que se trata de un fenómeno local, resultante de una perversa aleación de creencias y supersticiones primitivas y del fanatismo con que la miríada de iglesias evangélicas fundamentalistas informales se han implantado en el Reino Unido y reclutan prosélitos entre los inmigrantes.

De hecho, una de las torturadoras de mi historia, Sita Kisanga, pertenecía a una de estas microiglesias evangélicas de su barrio, llamada la Iglesia del Combate Espiritual, que promueve el exorcismo y cuyos pastores son todos exorcistas profesionales. Esta y otras congregaciones parecidas, surgidas de manera informal, como desprendimientos a menudo extravagantes y groseros de las iglesias protestantes tradicionales, para ganar una rápida aceptación entre los inmigrantes han incorporado a las doctrinas cristianas creencias y prácticas como la del ndoki y los rituales exorcistas cuya mezcla, según Hoskins, ha resultado explosiva. Según él, en las distintas comunidades étnicas que ha estudiado en el Congo muy rara vez se ejerce violencia contra los niños, y las ceremonias exorcistas, que abundan, suelen ser benignas.

No sé si esto es ciencia estricta o ciencia matizada por la corrección política, pero, en todo caso, lo que parece cierto es que la manera como esos grupúsculos evangélicos informales que, sin el menor control ni registro del Estado, operan en los barrios marginales de las grandes ciudades europeas, predicando doctrinas fanáticas y delirantes, producen a veces consecuencias tan trágicas como la que se abatió sobre la niña de Hackney.

La globalización es un estado de cosas que funciona en todos los sentidos y en todas las direcciones. Lleva las buenas ideas y los conocimientos más modernos por todos los vericuetos del planeta y, al mismo tiempo, permite que las supersticiones más crueles y estúpidas, y los prejuicios y convicciones más anacrónicas salgan de los pequeños reductos donde sobreviven y vayan a contaminar e infectar sociedades y comunidades humanas que parecían haber dejado atrás la barbarie y avanzado de manera irreversible en la ruta de la civilización.

Siempre que llego a Inglaterra, luego de semanas o meses, siento una gran satisfacción, como si una gran bocanada de aire fresco me aligerara los pulmones. Puede tener mil problemas que resolver y otras tantas cosas que criticarle, pero la sociedad británica sigue siendo, para mí, un modelo de civismo, de racionalidad, de sensatez y pragmatismo político, de un patriotismo sano y no deformado por taras nacionalistas. Es estimulante y grato comprobar que el taxista, la empleada de la tienda, el cajero del banco, el boletero del tren, o el peatón al que uno detiene para averiguar una dirección, en vez de volcar sobre el cliente o despistado preguntón todo su malhumor y su frustración maltratándolo con groserías, son amables, todavía humanos. Rápidamente diré que no conozco ninguna otra gran ciudad en el mundo que me haya parecido, como Londres, estar tan cerca de esa palabra de escurridizo significado: la civilización.

Pues bien, en la más civilizada de las ciudades, vaya usted a saber cuántos niños padecen en estos mismos momentos el mismo martirio que la niña de Hackney y cuántos otros, venidos como ella del Congo, Angola y tantos otros países africanos son prostituidos o vendidos como esclavos por mafias inescrupulosas que, además, gracias a esos tráficos, amasan formidables fortunas. El profesor Hoskins explica que este tráfico se ha visto facilitado por la expansión del sida, que sólo en el Congo ha dejado huérfanos a decenas de miles de niños que viven en las calles de las aldeas o en el bosque y que son presas fáciles de las mafias que, con el pretexto de protegerlos, les fabrican papeles, les procuran padres adoptivos y los traen a Europa, a veces por medios legales y otros ilegales, donde los convierten en mercancías. La barbarie pura en el corazón mismo de la civilización.

¿Tiene un remedio pronto esta pavorosa realidad? En lo inmediato, ninguno, por desgracia. Ni las autoridades están en condiciones de añadir a sus filas los miles de miles de detectives y agentes que se necesitarían para ejercer una vigilancia más estricta en todas las comunidades y hogares que practican el exorcismo de los niños poseídos por el ndoki ni las organizaciones de derechos humanos, protección a la infancia y ayuda al inmigrante cuentan con los medios, ni con la activa colaboración de los vecinos de los barrios marginales, para poner fin en un futuro inmediato a esa plaga secreta.

El remedio, si viene, vendrá en el futuro, dentro del marco de una política de integración del inmigrante que, a la vez que facilite la adaptación de éste a su nuevo ambiente y lo familiarice con los derechos y deberes inherentes a un ciudadano de una sociedad democrática, le proporcione la ayuda indispensable para que esa reconversión cultural se lleve a cabo sin desgarramientos ni traumas. Para que eso llegue a ocurrir, pasarán todavía muchos años.

Y, entretanto, seguirán ocurriendo muchas barbaridades en el seno de la civilizada Londres (léase Europa). La historia de la niña mártir de Hackney ha tenido un final feliz, menos mal. Se ha recuperado de todas sus heridas y ahora rehace su vida en el hogar de unos padres adoptivos que, según la policía, la adoran. Sus tres torturadores, su madre, su tía Sita Kisanga y Sebastián Pinto, que han sido encontrados culpables por el tribunal de Old Bailey que los juzgó, recibirán en estos días unas condenas que los mantendrán algunos años en la cárcel.

¿Debemos alegrarnos de que, al menos esta vez, se haya hecho justicia? La verdad, no hay nada de qué alegrarse. Se ha hecho justicia en la forma, sin duda, pero, en el fondo, no lo creo. Lo probable es que esos tres infelices estén totalmente aturdidos y sin comprender nada de lo que les ocurre. Es evidente que ninguno de los tres quería hacerle el menor daño a la niña que brutalizaron; sus golpes y ferocidades iban dirigidos contra el ndoki que se había instalado en ella, un ser que sin duda los hacía vivir en el terror y envenenaba cada segundo de sus vidas. Ahora, rumbo a los calabozos, debe decirse que el ndoki ya no sólo se ha metido en el cuerpecito de esa criatura, que ahora sus miasmas y ponzoñas impregnan todo lo que los rodea, Londres, Europa, el mundo entero.

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