viernes, 21 de febrero de 2014

Sirena sobre un delfín

La idea de las sirenas siempre me ha impresionado. Unas mujeres con cola de pez capaces de vivir en el fondo del mar y también asomarse para relacionarse con los humanos. Las imaginaba con bellísimos rostros y el pelo abundante, largo y crespo. Ser una sirena debe ser algo complicado, pensaba, si uno está en el mar puede nadar y bucear pero para a la hora de salir a tierra, tendrá que arrastrarse. Cuando supe que tenía una voz bellísima y que su canto era el más hermoso que se puede oír la convertí en un ser más esplendoroso aún.  No existen las sirenas, se me dijo, solo es un mito. Acepté racionalmente pero en el fondo de mi corazón, en la pepita de mi alma, como solía decir la madre Vega Cristhie, monja de mi colegio, seguía ansiando que existiesen y que algún día pudiese toparme con ella. Muchos hombres y mujeres han soñado con las sienas y las han imaginado de distinta manera. En su libro sobre Los seres imaginarios, Borges nos dice: Aves de plumaje rojizo y cara de virgen, de medio cuerpo para arriba son mujeres y abajo, aves marinas, la mitad mujeres, peces la mitad.
Apolodoro narra que Orfeo, desde la nave de los Argonautas, cantó con más dulzura que las sirenas y estas se precipitaron al mar y quedaron convertidas en rocas, porque su ley era morir cuando alguien no sintiera su hechizo.
De Murgen en el norte de Gales se duce que no era pescado porque sabía hilar, y que no era una mujer porque podía vivir en el agua.
 
  
 
Una vez me senté en un promontorio
y escuché a una sirena montada en
un delfín. Profería aliento tan dulce
y armonioso que el rudo mar
se aplacó con su canto y ciertas
estrellas se dispararon locamente de
sus esferas para escuchar la música
de la doncella del mar.

William Shakespeare,
Sueño de una Noche de Verano

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