Un cuento de
Osamu Dazai: Esperando
Compartimos con ustedes este cuento que hicimos ABRA nuestro taller de lectura, y otros más.
Compartimos con ustedes este cuento que hicimos ABRA nuestro taller de lectura, y otros más.
Todos los días voy a la
pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese alguien, no lo sé.
Siempre paso por ahí después de hacer las
compras en el mercado. Me siento en una fría banca, pongo la cesta de las
compras sobre mis rodillas, y miro abstraídamente hacia los molinetes. Cada vez
que llega un tren, una multitud de pasajeros es escupida hacia afuera desde las
puertas de los vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los molinetes, y
las personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los pases y entregan los
boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan precipitadamente. Pasan
por delante de mi banca, salen hacia la plaza que está frente a la estación, y
se van cada uno por su lado. Yo sigo sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si
alguien sonriese y me hablase? ¡Ay no, por Dios! La mera posibilidad me pone
tan nerviosa que me estremezco de sólo pensarlo, como si me hubieran echado
agua fría en la espalda. No puedo respirar. Y sin embargo, continúo esperando a
alguien todos los días. ¿A quién podría ser que estuviera esperando? ¿A qué
tipo de persona? Pero quizás lo que estoy esperando no sea un ser humano. Odio
a los seres humanos. En realidad les tengo miedo. Cada vez que estoy cara a
cara con alguien diciendo cosas como “¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo
refrescó!”, saludando sólo para cumplir, siento que soy la persona más falsa
del mundo. Me pone tan terriblemente mal que quiero morirme. Y las personas con
las que hablo se ponen a la defensiva sin razón, me hacen vagos cumplidos, y
comentan sentenciosamente impresiones que no tienen en verdad. Su cautela
mezquina me hace sentir triste: el mundo es cada vez más repugnante y no puedo
soportarlo. La gente intercambia tensos saludos desconfiando unos de otros
hasta cansarse, y así pasa la vida.
A mí no me gusta encontrarme con gente. Por eso,
a no ser que hubiera una razón excepcional, nunca visitaba a amigos. Lo más
cómodo ha sido para mí estar en casa con mi madre cosiendo, las dos solas, en
silencio. Pero finalmente estalló la guerra[1], y el ambiente se puso tan tenso, que empecé a sentirme culpable de
quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me sentía angustiada y no podía
relajarme en absoluto. Quería hacer una contribución directa trabajando tan
duro como pudiese. Perdí toda fe en la vida que había llevado hasta ese
momento.
No soporto quedarme en casa
en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de que no tengo ningún
lugar adonde ir. Así que hago las compras, y al regresar, paso por la estación
y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo la ilusión de que alguien
venga, pero si esa persona realmente apareciera, ¿qué haría? La idea me da
pánico, pero estoy resignada. Si eso sucede, voy a entregarle mi vida: estoy preparada
y ese momento marcará mi destino. Estos sentimientos de resignación y fantasías
impudentes se entretejen de una forma muy extraña. La sensación me agobia de un
modo sofocante. El mundo alrededor se enmudece; la gente que va y viene en la
estación aparece pequeña y lejana, como si estuviera mirando por un telescopio
al revés. La sensación es vaga, como si estuviera soñando despierta, como si no
supiera si estoy viva o muerta. ¡Ay! ¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea
más que una mujer obscena. Todo eso del estallido de la guerra, lo de sentirme
angustiada, de trabajar duro porque quiero ser útil, quizás sólo sea una
mentira, una excusa noble para tratar de encontrar una oportunidad de
materializar mis fantasías indiscretas. Me siento aquí con mirada perdida, pero
en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea la llama de mis deseos
obscenos.
¿Pero, a quién diablos espero? No tengo en
absoluto una idea clara, solamente una imagen vaga y confusa. Y sin embargo,
continúo esperando. Desde el estallido de la guerra paso por aquí todos los
días a la vuelta de las compras y me siento en esta fría banca a esperar. ¿Y si
alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!, no es usted a quien estoy
esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un marido? No. ¿Un novio? No, para
nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es ridículo. ¿Un fantasma? ¡Ay no,
por favor!
Algo más apacible y alegre, algo maravilloso. No
sé qué. Por ejemplo, algo como la primavera. No, no es eso. Hojas verdes. El
mes de Mayo. El agua fresca y cristalina fluyendo a través de los campos de
trigo. No, tampoco es eso. Ay, y sin embargo sigo esperando, con el corazón
palpitante. Las personas pasan unas tras otras delante de mis ojos. No es
aquello, ni esto. Con la cesta de compras en mis brazos, me estremezco y espero
con todo mi corazón. Le pido a usted por favor que no me olvide. Por favor no
olvide a la chica veinteañera que viene todos los días a la estación y regresa
a su casa sintiéndose vacía. Por favor recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle
el nombre de la estación. Aunque no lo haga, usted me verá algún día.
En 1948, cuando Osamu Dazai se encontraba en la
cúspide de su carrera literaria, decidió quitarse la vida junto con su amante,
una joven viuda con quien había sellado un pacto de amor suicida. Para ello la
pareja eligió un pintoresco canal del río Tama en el apacible suburbio de
Mitaka en Tokio. En esa época del año las frecuentes y turbulentas lluvias del
monzón hacían que los niveles de agua en los canales subieran
considerablemente. Los cuerpos fueron encontrados en un recodo del rio unos
días más tarde, justo cuando Dazai hubiera cumplido treinta y nueve años.
La idea de quitarse vida no era en absoluto nueva para
el escritor: lo había intentado sin éxito en variadas ocasiones. Profundos
traumas personales, una fuerte dependencia del alcohol, y desórdenes psíquicos
que fueron empeorando a lo largo del tiempo, hicieron que el deseo de muerte
ocupara un lugar preponderante en los pensamientos de Dazai. Esta obsesión con
el suicidio se fusiona en su ficción literaria con un agudo e irónico sentido
de crítica a la sociedad, otorgándole un carácter inseparable de lo
autobiográfico.
Nacido con el nombre de Shuji Tsushima en 1909 en una
pequeña ciudad de Aomori en el norte de Japón, Dazai fue el décimo de once
hermanos de una familia acomodada. Su padre se encontraba a menudo fuera de la
casa y su madre sufría problemas de salud crónicos, con lo cual el niño fue
criado por tías y sirvientes. Su afición por las letras comenzó desde pequeño y
en 1930 decidió ingresar al departamento de Literatura Francesa de la
Universidad Imperial de Tokio.
Su paso inconcluso por la academia estuvo permeado del
tumultuoso estado de cosas de la época y de sí mismo. Dazai se sintió
fuertemente atraído por los ideales del marxismo y por el incipiente Partido
Comunista de Japón, y a menudo manifestó su sentido de culpa por “haber nacido
en la clase social equivocada”. Durante esta etapa temprana escribió una
cantidad de cuentos cortos, y la experiencia adquirida a través del paradigma
comunista se haría patente a lo largo de su carrera.
Un posterior período de relativa calma llegaría cuando
Dazai contrajo matrimonio con Machiko Ishihara en 1939. Fue durante estos años
que escribió dos novelas enormemente exitosas tituladas El Ocaso (Shayo,
1947) e Indigno de ser humano (Ningen Shikkaku, 1948). Ambas
obras expresan el profundo pesimismo del autor y su visión decadente del ser
humano; las hondas heridas de una sociedad golpeada por la posguerra dejaban al
desnudo la crisis de identidad y de valores de una cultura que parecía
condenada inexorablemente a la autodestrucción.
Si bien Montse Watkins ha traducido al español las
novelas arriba mencionadas, no disponemos aún de versiones en nuestra lengua
del resto de los trabajos llevados a cabo por Osamu Dazai. Esta nueva
traducción de un cuento corto titulado Esperando (Matsu,
1954) es apenas una colaboración a una tarea todavía por emprenderse.
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