Matar para vivir
Ese hombre que vemos bajar
las escaleras del metro de París obsesionó de tal manera a Roberto Arlt en sus
últimos años que mereció cuatro crónicas de las que escribía semanalmente el
autor de Los siete locos en el diario El Mundo, a su regreso de la Guerra Civil
Española. El hombre en cuestión se llamaba Anatole Deibler, era un discreto
vecino del barrio de Auteuil, aficionado a su jardín, al ciclismo, al
casamiento de su única hija y a la misa dominical, pero la razón por la cual
Arlt escribe repetidamente sobre él es porque Deibler les cortó la cabeza a
cuatrocientos condenados a muerte como Verdugo Oficial de Francia.
Hoy
es fácil escribir sobre Deibler. Basta googlearlo en Internet y armarse de un
poco de paciencia para encontrar hasta fotos de su coqueto petit hotel en
Auteuil (en cuyo amplio galpón guardaba, de-sarmadas, las dos guillotinas con
que ejecutaba a sus víctimas: una portátil, cuando le tocaba trasladarse a
provincias, y otra de mayor tamaño, que usaba para sus asignaciones parisinas),
reproducciones facsimilares del diario íntimo compuesto de veintisiete
cuadernos donde registró protocolarmente cada ejecución (rematados hace días en
París en más de cien mil euros) o la interna familiar que enemistó a su yerno y
a un primo político de Deibler en la lucha por quedarse con el puesto de
verdugo cuando éste murió en 1939, de un ataque al corazón, en un vagón del
metro de París. Arlt no contaba con ninguna de estas facilidades cuando
escribía sus crónicas en su escritorio de la redacción de El Mundo, basándose
en escuetos cables de cinco o diez renglones y presionado por la hora de
cierre. Sin embargo, el Anatole Deibler que construye en esas crónicas contra
reloj es más vívido que el descrito por Gérard Jaeger en las trescientas
páginas de su libro L’homme qui trancha 400 têtes.
Arlt
repara en Deibler por primera vez en 1937, cuando éste se niega a guillotinar a
una tal Josephine Mory, condenada a muerte por asesinar a su hija horas después
de que ésta diera a luz. El cable que lee sólo informa que Deibler se ampara en
su contrato, donde figura explícitamente que no ejecutará a mujeres. El Estado
francés no puede hacer cumplir la sentencia porque las únicas dos guillotinas
existentes en Francia son propiedad de Deibler y el verdugo suplente es su
yerno. Arlt describe con truculencia que la negativa de Deibler se remonta a
sus tiempos como asistente de su padre, cuando les tocó ejecutar en días
sucesivos a dos mujeres: después de cortarle la cabeza a la segunda, Deibler
padre se presentó ante el ministro de Justicia y lo horrorizó poniendo sobre su
escritorio la cuchilla “con pedazos de piel y mechones de cabello aún adheridos
a ella”. Arlt sabía que, entre los deberes del verdugo, figuraba ser dueño de
su propia herramienta y responsable de su transporte, armado y desarmado en el
lugar de la ejecución, así como de correr con las gastos de la reparación si se
estropeaba. Arlt sabía que Deibler había heredado de su padre el cargo de
verdugo, pero dudo que supiera que su madre era hija del verdugo de Argelia. Y
que eso se debía a que, por ley, los verdugos no podían practicar otro oficio y
sólo se les permitía casarse con miembros de su misma familia o de la familia
de otro verdugo (de hecho, eran los únicos autorizados por ley a casarse entre
primos). Tampoco podían mandar a su prole a la escuela: razón por la cual los
hijos varones empezaban muy temprano a trabajar como ayudantes de sus padres y
luego heredaban el cargo, cuando éstos morían o se retiraban.
Difícil
que Arlt supiera que el verdugo no disponía de salario (se le pagaba por
“comisión”), que el Estado francés no quería tenerlo como funcionario sino
apenas como agente contractual (lo que en la jerga capitalista actual se
denomina “tercerizado”). De hecho, no aparecía en los libros de cuentas de la
nación. Sin embargo, cuando Arlt imagina la última jornada de la vida de
Deibler, lo describe caminando hacia la boca del metro donde morirá minutos más
tarde, maldiciendo en partes iguales al frío de esa mañana de febrero y a Paul
Reynaud, ministro de Finanzas francés, que le negaba “cuatrocientos mil francos
de jubilación” con el pretexto de que “se avecinaban tiempos de economía de
guerra”. La información con que contaba Arlt esta vez era el cable que
anunciaba la muerte de Deibler, de un ataque al corazón, camino al trabajo.
Dudo
que en la redacción de El Mundo hubiera fotos de Deibler. Sin embargo, Arlt
acierta hasta en la descripción física de la escena: “Para los que se cruzaban
en su camino, el verdugo parecía un conferenciante de la Sorbona más que un
cortador de cabezas”. Miren ahora la imagen que ilustra esta página, tomada del
libro de Jaeger. Arlt incluso habla del “dulce morir de monsieur Deibler”:
parece un epígrafe para la foto. Sólo le habría faltado agregar, para completar
el retrato, que los franceses de aquella época creían que traía suerte toparse
con Deibler (la gente que pasaba por su casa no se retiraba sin antes rozar el
pomo de la puerta, y hasta le pedía consejo para comprar número de la lotería).
Arlt
quería creer que con la muerte de Anatole Deibler se acabaría la guillotina. De
hecho, las columnas que escribía en esa sección del diario El Mundo tenían esa
función. Convencido, al retornar de Europa, de que se avecinaba un trágico fin
de época en todo el planeta y que era su función abrirles los ojos a los
lectores argentinos, abandonó sus aguafuertes sobre Buenos Aires e inventó la
sección “Al margen del cable”, donde elegía qué cablegramas comentar de los que
llegaban del exterior (“Su modo de leer esos cables es extraordinario. Arlt
amplifica, expande, asocia y cambia de contexto las noticias que recibe. Y así
las revela, las hace visibles”, dice Ricardo Piglia en el prólogo de El paisaje
en las nubes, el extraordinario libro que reúne esas crónicas). Se ha hablado
muchas veces del poder visionario de Arlt (que le permitió anticipar, entre
otras cosas, la obsesión esotérica de Hitler o el advenimiento de López Rega).
Pero en el caso de la guillotina no acertó. Aún muerto Deibler, la cuchilla
siguió cercenando cabezas hasta el año 1977. Para entonces, el yerno de Deibler
ya había pedido el retiro (obligado por el mal de Parkinson) y su sucesor, un
tal Marcel Chevalier, se encargó de las dos últimas sentencias de muerte que se
ejecutaron en Francia. El hijo mayor de Chevalier, de quince años, fue testigo
de ambas. Su padre quería que comenzara a familiarizarse con el puesto que
eventualmente heredaría. No tuvo esa desgracia: la pena capital fue finalmente
abolida en Francia en 1981, por François Mitterrand, con Robert Badinter como
ministro de Justicia.
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