La hora de la muerte
Cerca de mi casa
vivía un señor ya muy viejecito al que ya le empezaba a fallar la cabeza. Había sido lo que mi abuela hubiera dicho:
una lumbrera. Una tarde cuando conversábamos me dijo que detestaba el radio,
que a él le gustaba cuando tocaba música pero que la mayor parte del tiempo,
hablaba y hablaba sin parar, incomodándolo, dándole dolor de cabeza. El vivía
con su esposa bastante más joven que él, y con la hermana de su esposa.
El cruzaba una
avenida muy transitada protegido con su bastón que lo elevaba por encima de su
cabeza haciéndome acordar a Don Quijote que enfrentaba con su lanza molinos de viento confundiéndolos con
gigantes. Los carros frenaban a su paso y él pasaba triunfador sorteando
peligros y desgracias. Su esposa,
entre dientes le decía a su hermana :
—¿Cuándo se lo recogerá el Señor? ¿Cuándo
pasará a mejor vida?
Una mañana sentimos
gran alboroto al frente de su casa, primero la ambulancia, luego la carroza
fúnebre. ¿Había al fin descansado nuestro viejecito amigo? Mi madre se acercó a
preguntar. Pero no, quien había fallecido era su cuñada, una holandesa de
hermosos cachetes rosados y cuerpo amplio.
A los pocos meses,
otra vez el alboroto, la ambulancia, la carroza. Ahora sí, dijimos todos en mi
casa, bajando la cabeza tristes porque le teníamos aprecio. Mi madre nuevamente salió a buscar la noticia
para regresar sonriendo, era la esposa la que había fallecido, un infarto, algo
súbito. Ahí fue cuando escuché esa sabia expresión: “Muerte deseada, muerte postergada”. Y aprendí que no importa los años que se
tengan o el estado en el que uno se encuentre para que un día la muerte nos
toque el hombro para decirnos:
— ¿Partimos? ( Cecilia Bustamante de Roggero de Pequeños textos).
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