El jardinero y Fraülein
Un niño, de lejos observaba
a los pescadores en sus barcos llevados por el viento. Pensaba que el mar no
tenía fin, pensaba que los pescadores eran felices que no necesitaban sembrar
los peces para después tomarlos, el mar era generoso, él mismo sembraba los
peces que los pescadores sacaban con sus redes. Tenía envidia de los
pescadores, él era hijo de agricultores, tenía que sembrar para cosechar,
diferente del mar, la tierra tenía fin. Todos los trozos de tierra, los más
insignificantes, todos debían ser sembrados; los pescadores si querían más,
bastaba con navegar mar adentro. Pero los agricultores no podían desear más, la
tierra llegaba a su fin, quién quería más tierra para cultivar tendría que
salir de la tierra conocida e ir en busca de otras tierras, más allá del mar
sin fin. El escuchaba a los más viejos hablar sobre eso. Un país del otro lado
del mar, tan lejos que allá era de noche cuando en su país era de día. Y fue
así que llegó el día en que el adolescente, país de gente con rostros
diferentes, de comida diferente, de lengua diferente, de religión diferente, de
costumbres diferentes, menos una cosa, la tierra era la misma y sus secretos,
ellos los conocían sus hermanos y sus padres entrarían a un navío que los
llevaría a tal país ¿cómo era su nombre? Buragiro... y fue así que ellos,
japoneses conseguirían decir el nombre de Brasil...
En Brasil, Hiroshi Okumura
ese era su nombre, consiguió trabajo en la casa de una familia de alemanes,
familia rica, casa de muchos criados y criadas. El no hablaba portugués ni
alemán, pero no importaba, su trabajo era cuidar la huerta y jardín, la lengua
de la tierra y de las plantas él las conocía muy bien, la prueba de eso estaba
en los arbustos artísticamente podados según la inspiración milenaria de los
bonsáis en las canteras extendidas de flores, las hortalizas crecían
exuberantes. Y fue así en su fiel y silenciosa aptitud de jardinero y hortelano
que pasó a ser muy querido por sus patrones. Pero nadie ni de lejos imaginaba
los sueños que aguardaba el alma del jardinero, quien no sabe piensa que el
jardinero sólo sueña con tierra, agua y plantas, pero los jardineros tienen
también sueños de amor, jardines sin amor son bellos y tristes, pero cuando el
amor florece, el jardín se perfuma y se alegra. Pues ese era el secreto que
anidaba en el alma del jardinero japonés, él amaba a una mujer, una alemancita
servicial también todos la conocían por "Fraülein", cabellos color
cobre como él nunca había visto en su país, piel blanca salpicada de pecas,
ojos azules y una discreta sonrisa en su boca carnuda que se transformaba en
risa cuando estaba lejos de los patrones. Era ella quien le llevaba el plato de
comida, siempre con aquella sonrisa... Y el soñaba, soñaba que sus manos
acariciaban sus cabellos y su rostro, soñaba que sus brazos la abrazaban,
Soñaba que su boca y su lengua bebían amor en aquella boca carnosa... y su
imaginación hacía aquello que hace la imaginación de los apasionados, se
imaginaba en un ritual de amor, delicado como la ceremonia del té, retirando la
ropa de Fraülein y besando su piel. La imaginación de un jardinero japonés
apasionado es igual a la imaginación de todos los enamorados... Pero era apenas
un sueño, miraba su cuerpo regordete, su ropa tosca de jardinero, sus manos
llenas de tierra y sus dedos ásperos como las piedras. Fraülein pertenecía a
otro mundo distante al de su mundo de jardinero. Algunas veces él le ofrecía
una flor cuando ella le llevaba comida, ella sonreía con aquella linda sonrisa
de niña y agradecida regresaba saltando hacia su casa con la flor en la mano.
Había otras ocasiones en que ella tomaba la flor y la llevaba a su nariz pecosa
para sentir el perfume, los pétalos de la flor tocaban sus labios y su cuerpo
de jardinero se estremecía imaginando que su boca estaba tocando los labios de
ella.
Pero su amor nunca salió de
la fantasía, nadie nunca supo. Los años pasaron y él se hizo viejo, Fraülein
también envejeció, pero el amor no disminuyo, para él era como si los años no
hubieran pasado, ella continuaba siendo su chica pecosa, el amor no satisfecho
ignora el paso del tiempo y es eterno. Llegó finalmente el momento inevitable,
viejo él no conseguía dar cuenta de su trabajo, sus patrones que lo amaban
profundamente pensaron que lo mejor era tal vez que pasara sus últimos años en una
residencia para japoneses viejos, un área grande de diez alqueires, bien
cultivada, con pájaros, flores y un lago con carpas y tilapias, por lo que
acepto. Visitó el lugar, pero por razones desconocidas no quiso vivir ahí,
creyó más conveniente vivir con sus parientes en una ciudad del interior. Pero
el hecho es que los viejos son siempre una perturbación en la vida de los
jóvenes. Son en la mejor de los casos tolerados y su vejez se llenó de
tristeza. Un día movido por la nostalgia, resolvió visitar la casa en donde
pasó toda su vida y donde vivía Fraülein, pero ahí le dijeron que ella había
sido internada en una estancia para ancianos alemanes. Estaba muy dolido, fue
entonces a visitarla y la encontró en una cama, muy flaca e incapaz de andar.
Entonces hizo una cosa loca que solamente un apasionado puede hacer, decidió
quedarse con ella, se pasó a dormir junto a ella en el suelo, cuidaba de ella
como si cuidara de un niño (quede conmovido pensando en la sensibilidad de los
directores de aquella residencia que permitieron ese acuerdo que no estaba
previsto en los reglamentos.) Fraülein estaba muy flaca, no conseguía masticar
los alimentos, entonces aconteció un acto increíble de amor que los que no
están apasionados jamás lo comprenderán, el jardinero comenzó a masticar la
comida que él colocaba en la boca de "su" Fraülein, los encargados de
la casa, creo que movidos por el amor, hicieron de cuenta que no veían nada.
Nunca nadie vió, nunca alguien me lo contó, imaginé, lo imaginé, que cuando estaban
solos, sin que nadie los viera el jardinero recargaba sus labios en los labios
de Fraülein y así le daba de comer, así lo hacen los enamorados apasionados,
labios pegados, que juegan a pasar una uva de una boca a la otra... Y así al
final de la vida el jardinero beso a Fraülein como nunca la imaginó besar... el
amor se realiza de formas inesperadas. Está es una historia verdadera, que
aconteció, me la contó Tomiko, una amiga que trabaja con ancianos (aquella que
me aconsejo comprarme un saco rojo), ella conoció personalmente al jardinero.
En mi lugar, planto árboles para mis amigos que mueren, pues voy a plantar un
cerezo y un rosal rojo, uno al lado del otro: el jardinero y su Fraülein.
El río
Dice Delia Prado que Dios
una vez por otra la castiga. Toma de la poesía; ella ve hacia una piedra y sólo
ve la piedra misma. La poesía nace por la fuerza de la mirada que hace incidir
sobre los objetos una luz mágica, transformándolos en cristal. Pueden quedar
transparentes, dejando que se vea a través de ellos (como en el caso de Cristo
en el lienzo de la última cena, de Salvador Dalhí), o se transforman en
cristales, pasando a mostrar imágenes reflejadas de cosas ausentes como
demostró Lewis Carroll, haciendo a Alicia atravesar el cristal y entrar en el
mundo de las imágenes espectaculares. Escher el dibujante holandés hizo un
lindo grabado de eso. Así son las entidades con la que los poetas hacen sus
poemas, objetos fantásticos, porta sueños. Bachelard miró la llama de una vela
que se apagaba, el objeto porta sueños, pero vio más que eso, vio un sol que se
moría. Continuó su mirada y el sol agonizante se transformo en otra cosa, en
"llama húmeda, líquido ardiente que escurría hacia lo alto, hacia el
cielo, como un riachuelo vertical" Al medio día el cielo es una bóveda de
ágata azul, inmóvil y eterna. Al crepúsculo la piedra se derretía, se cambia el
azul a amarillo, verde, rosa, naranja, rojo, hasta desaparecer en el abismo
oscuro al caer la noche. Todo lo que es sólido se derrite en el crepúsculo.
"nadie puede entrar al mismo río dos veces", decía Heráclito: el ser
del río es, un permanente dejar de ser. Puedo imaginar que esa fue la tristeza
de Narciso que le llevó a la muerte, la belleza de su rostro era líquida, no se
podía poseer, se deslizaba y desaparecía siempre a las manos que intentaban
agarrarla. El crepúsculo y el río nos informan que nada tenemos. Es imposible
sumar solo podemos restar... somos, no por accidente, sino metafísicamente no
podemos escapar a los lamentos. "El río es viajero de sí mismo, es su propio
viaje", Dice Heráclito Brito en uno de sus poemas "El río es un
permanente hacerse distante de lo que estaba próximo, todo es despedida,"
"todo muelle es una añoranza de piedra" dice çlvaro de Campos,
"el muelle es el lugar donde lo sólido desaparece en lo líquido, lo que
queda es el espacio vacío..." Divagando como psicoanalista sobre la
filosofía de Parménides y no como filósofo, pues a los filósofos la divagación
le es prohibida, imagino que su pensamiento nacía bajo la luz del medio día,
cuando todo parece parado, el tiempo, suspenso, el ser apareciendo como cosa
inmóvil y eterna. Heráclito entre tanto, el filósofo del fuego y del río,
ciertamente amaba dejar que sus pensamientos fueran llevados por las aguas del
río, especialmente cuando en él se reflejaban los colores del sol ardiente. El
podría estar arrepentido, como poeta taoísta, el corto verso que todo resume
"El sonido del agua dice lo que pienso" que grandes amigos podrían
haber sido Heráclito y Monet. Monet pasaba el día entero pintando continuamente
lienzos del mismo monte de heno, perdón fue un momento... si ellos me
escucharan decir "el mismo" monte de heno, él me corregiría y me
diría que la luz es un río que corre, y que a cada cambio de luz, el monte de
heno se transformaría en otro, de la misma manera como no se puede entrar dos
veces al mismo río, no se puede pintar dos veces el mismo objeto. Todo es
líquido e incierto... En su libro Tao- El camino de las aguas, Alan Watts dice
lo siguiente: Especialmente a medida en que uno se va haciendo viejo, se torna
cada Vez más que las cosas no tienen fondo, pues El tiempo parece pasar cada
vez más rápido, de manera que nos Volvemos concientes de la liquidez de los
sólidos; las personas y las Cosas quedan parecidas con reflejos y arrugas
efímeras en la superficie del agua. Guimarães Rosa escribió uno de los cuentos
más misterios que he leído, "El tercer margen del río". Un cuento
misterioso es un cuento que permanece en nuestros pensamientos, como enigma no
resuelto. Es la historia de un padre que en cierto momento de su vida resolvió
cambiar de tierra, casa, mujer e hijos, por las aguas del río. Mandó hacer una
canoa de madera buena que durase por lo menos 30 años, e indiferente a los
afligidos gritos de la mujer, sin dar explicación alguna, tomó la canoa, hizo
un adiós con los ojos y entró al río, para nunca jamás volver. No, aunque no
fue a ningún lugar. No desapareció. Generalmente se usa la canoa y el río para
ir a algún lugar, él uso la canoa y el río para ir a ninguna parte, sólo para
quedarse en el río navegando. "Al tercer margen del río" extraño
título este, porque los ríos sólo tienen dos márgenes. ¿Qué sería el tercer
margen? ¿El tiempo? Tal vez fue eso, el tercer margen del río son las arenas,
las espumas que el río va dejando en la cabeza de la gente en forma de palabras
y poemas. Tempos fugit: "no es eterno, puesto que es llama" y sólo lo
que el río dice. Guimarães Rosa hace una extraña confesión. Dice que le
gustaría ser un cocodrilo, (...) porque amo los grandes ríos, pues son profundos
como el alma de los hombres. En la superficie son mucho más vivaces y claros,
pero en las profundidades son tranquilos y obscuros como los sufrimientos de
los hombres. Amo aún más una cosa de nuestros grandes ríos: su eternidad, si
río es una palabra mágica para conjugar eternidad... Curioso esto, que en el
río lo efímero y lo eterno estén juntos... Vaseduva, el barquero fue discípulo
del río por toda la vida. Y aprenderá tanto que hasta podrá dar lecciones a
Sidarta... "El río sabe todas las cosas, de él se pueden aprender todas
las cosas. Las voces de todas las criaturas vivas pueden ser oídas a una sola
voz. Y así ellos se asentaban juntos en el tronco de los árboles al caer la
noche. Escuchaban el agua en silencio, agua que para ellos no era sólo agua,
sino la voz de la vida, la voz del ser, de la transformación eterna..."
El león mata
mirando
El viejo Antonio cazó un león de
montaña (que viene siendo muy parecido al puma americano) con su vieja chimba
(escopeta de chispa.) Yo me había burlado de su arma días antes: "de esas
armas usaban cuando Hernán Cortes conquista México", le dije. El se
defendió: "si, pero mira ahora en manos de quien esta". Ahora estaba
sacando los últimos tirones de carne de la piel para curtirla. Me muestra
orgulloso la piel. No tiene ningún agujero. "En el mero ojo", me
presume. "Es la única forma de que la piel no tenga ninguna forma de
maltrato", agrega. "¿Y que va a hacer con la piel?", Pregunto.
El viejo Antonio no me contesta, sigue limpiando la piel del león con su machete,
en silencio. Me siento a su lado y, después de llenar la pipa, trato de
prepararle un cigarrillo con "doblador". Se lo tiendo sin palabras,
él lo examina y lo deshace. "Té falta", me dice mientras lo vuelve a
forjar. Nos sentamos a participar juntos de esa ceremonia de fumar. Entre
chupada y chupada, el viejo Antonio va hilando la historia: "El león es
fuerte porque los otros animales son débiles. El león come la carne de otros
porque los otros se dejan comer. El león no mata con las garras ni con los colmillos.
El león mata mirando. Primero se acerca despacio, en silencio porque tiene
nubes en las patas y le matan el ruido. Después salta y le da un revolcón a su
víctima, un manotazo que tira más que por la fuerza, por la sorpresa. Después
se le queda viendo. La mira, a su presa. Así... (el viejo Antonio arruga el
entrecejo y me clava los ojos negros). El pobre animalito que va a morir si se
queda viendo nomás, mira al león que lo mira. El animalito ya no se ve él
mismo, mira lo que el león mira, mira la imagen del animalito en la mirada del
león, mira que, en su mirarlo del león, es pequeño y débil. El animalito ni se
pensaba si es pequeño y débil, era pues un animalito, ni grande ni pequeño, ni
fuerte ni débil. Pero ahora mira en el mirarlo del león, mira el miedo. Y,
mirando que lo miran, el animalito se convence, el sólo, de que es pequeño y
débil. Y, en el miedo que mira que lo mira el león, tiene miedo. Y entonces el
animalito ya no mira nada, se le entumen los huesos así como cuando nos agarra
el agua en la montaña, en la noche, en el frío. Y entonces el animalito se
rinde así nomás, se deja, y el león se lo zampa sin pena. Así mata el león.
Mata mirando. Pero hay un animalito que no hace así, que cuando lo topa el león
no le hace caso y se sigue como si nada. Y si el león lo manotea, el contesta
con un zarpazo de sus manitas, que son chiquitas pero duele la sangre que
sacan. Y este animalito no se deja del león porque no mira que lo miran... es
ciego. Topos, les dicen a esos animalitos". Parece que el viejo Antonio
acabó de hablar. Yo aventuro un "si, pero...". El viejo Antonio no me
deja continuar, sigue contando la historia mientras se forja otro cigarrillo.
Lo hace lentamente, volteando a verme cada tanto para ver si estoy poniendo
atención.
"El topo se queda ciego porque, en lugar de ver hacia fuera, se
puso a mirarse el corazón, se trincó en mirar para adentro. Y nadie sabe porque
llega a la cabeza del topo eso de mirarse para adentro. Y ahí está de necio el
topo en mirarse el corazón y entonces no se preocupa de fuertes o débiles, de
grandes o pequeños, porque el corazón es el corazón y no se mide como se miden
las cosas y los animales. Y eso de mirarse para adentro sólo lo podían hacer
los dioses y entonces los dioses castigaron al topo y ya no lo dejaron mirar
pa’fuera y además lo condenaron a vivir y caminar bajo la tierra. Y por eso el
topo vive debajo de la tierra porque lo castigaron los dioses. Y el topo ni
pena tuvo porque siguió mirándose para adentro. Y por eso el topo no le tiene
miedo al león. Y tampoco le tiene miedo al hombre que sabe mirarse al corazón.
"Porque el hombre que sabe mirarse el corazón no ve la fuerza del león, ve
la fuerza de su corazón y entonces mira al león y el león lo mira que lo mira
al hombre y el león mira, en el mirarlo del hombre que es sólo un león y el
león se mira que lo miran y tiene miedo y se corre" ¿Y usted se miró el
corazón para matar a
este león?. Interrumpo. El contesta, ¿Yo? No hombre, yo mire la puntería de la
chimba y el ojo del león... y ahí nomás dispare... del corazón ni me
acorde..."Yo me rasco la cabeza como según aprendí, hacen aquí cada que no
entienden algo. El viejo Antonio se incorpora lentamente, toma la piel y la
examina con detenimiento. Después la enrolla y me la entrega "Toma, me
dice, te la regalo para que nunca te olvides que al león y al miedo se les mata
sabiendo a dónde mirar..." El viejo Antonio da la media vuelta y se mete a
su champa. En el lenguaje del viejo Antonio eso quiere decir: "Ya acabe,
Adiós". Yo metí en una bolsa de nylon la piel del león y me fui. Una nota
desde el sureste mexicano... La Sabiduría popular emplea la
"conversa" para explicar las situaciones que preocupan a la
"gente sencilla", la del color de la tierra.
Envidia
La envidia no mata, sólo
destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde
guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré
recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en
aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que
los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y
trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza",
olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor,
como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes,
dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y
la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones
de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la
Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo.
Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica:
de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha
negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a
buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos
bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo
no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las
tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita"
afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo,
no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos,
en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos
cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había
arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en
la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía
dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló
una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado,
cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en
contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba
siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas
las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras -
tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos
alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a
marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la
casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de
nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella.
Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En
la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un
cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el
riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas
maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres.
En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un
Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad:
podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís,
Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una
pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de
canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras.
Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá
mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la
infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el
Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de
los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue
inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica
indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas,
la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo
dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre.
Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo
que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de
tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas
que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a
mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus
relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a
la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado
original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue
la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias:
ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la
serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "-
Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los
dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto
mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les
mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los
frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles
cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían
feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede
todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra
más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada:
ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua
historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La
escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también
es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete
en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La
envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con
alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa
buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa
enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce:
usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que
se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida
a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el
marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a
su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o
temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la
puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que
era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor
es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la
envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo
Jesús Ramírez Funes
El médico en busca del ser humano
Antiguamente la simple presencia
del médico irradiaba vida. Antiguamente los médicos eran también hechiceros.
"Maestro, di una sola palabra y mi hija estará curada...". La vida
circulaba alrededor de las relaciones de afecto que unía al médico con quienes
lo rodeaban. En aquel tiempo los médicos sabían de estas cosas. Hoy ya no lo
saben. Veo aquel médico al lado de niña: ¿no se parece a un caballero solitario
que va a luchar contra la muerte solito? En aquel tiempo los médicos sabían
cuál era su destino. Había mucho sufrimiento, sí. Había mucho miedo, sí. Miedo
y sufrimiento son parte de la sustancia de la vida. Pero nunca supe de un
médico que se estresara. No son las batallas las que producen el estrés. Las
batallas, al contrario, dan cohesión, pureza, integración al cuerpo y al alma.
El caballero solitario es un héroe con el cuerpo cubierto de cicatrices pero
con el alma entera. Los estresados son aquellos que, sin trabar una batalla,
son empujados a todas partes por una legión de demonios. La imagen del
caballero solitario que lucha contra la muere es una imagen romántica. Bella.
Conmovedora. ¿Quién no desea ser así? Critican el romanticismo. El poeta
Fernando Pessoa comenta: pero ¿no es verdad que el alma es incurablemente
romántica? El médico antiguo era un héroe romántico, vestido de blanco. Las
jóvenes doncellas y las mujeres casadas suspiraban al verlo pasar. Aun cuando
la consulta les permitía el gozo puro del tocar su mano... El caballero
solitario que lucha contra la muerte es un santo. ¿Quién osaría jamás pensar
alguna cosa mala contra el médico? Hoy son muy comunes los procesos contra los
médicos por irresponsabilidad e impericia. Ser médico se transformó en un
riesgo. Porque nadie más cree en su santidad. Tal vez porque han dejado de ser
santos... Pero en aquel tiempo la gente juzgaba al médico como un santo, y
porque la gente pensaba así, los médicos eran santos. Me apasioné de la imagen.
Quería ser hechicero. Quería ser el caballero solitario que lucha contra la
muerte. Quería ser el santo. Y ese ideal no era una abstracción para mí. Tenía
un nombre: Albert Schweitzer – uno de los hombres más geniales del siglo XX.
Era organista, escritor, teólogo e hizo un trato con Dios: hasta los treinta
años, haría esas cosas que le proporcionarían placer cultural. Después, se
dedicarían enteramente a los sufrientes. Entró a la escuela de medicina a los
30 y, después de ser médico, pasó el resto de la vida en un lugar perdido de
las selvas africanas, donde construyó un hospital de madera y palmas, donde
proporcionaba alivio al dolor. Claro nunca se hizo rico. Ni tuvo estrés. Su
imagen bella lo hacía feliz. Ganó el premio Novel de la Paz. Yo no fui médico.
Pero siempre viví encantado por aquel cuadro. El encanto se fue rompiendo
cuando hice mi doctorado en Estados Unidos. Un día fui a escuchar una
conferencia del director del hospital de la ciudad de Princeton, NJ, donde
estudiaba. Comenzó su discurso con esta afirmación que astilló el cuadro:
"El hospital de Princeton es una empresa que vende servicios".
"¡Oh, Dios", pensé.,"aquel médico ya no existe!". Y percibí
que ahora los médicos se encontraban al lado de los prestadores de servicios, a
los fontaneros, a los electricistas, a los vendedores de seguros y a los
agentes funerarios, a los choferes de taxi. Basta solo buscar en los anuncios clasificados.
La presencia mágica ya no existe. El médico es un profesional como cualquier
otro. Perdió su aura sagrada. Me vino, entonces, una definición del médico
compatible con la definición que el director había dado al hospital de
Princeton: "un médico es una unidad biopsicológica móvil, que presta
conocimientos especializados y que vende servicios". Esa imagen está muy
de acuerdo con las condiciones sociales y económicas del mundo moderno, no
tiene nada que ver conmigo. No me conmueve. No deseo ser igual. El mito de Narciso, pienso, es mucho más
profundo. Todos, como Narciso, estamos en busca de nuestra bella imagen. Pero
para ver nuestra bella imagen tenemos necesidad de espejos. Espejos son los
otros. En el rostro de los otros es donde vemos nuestra propia imagen
reflejada. En los tiempos antiguos todas las personas eran espejos para el
médico. Todos lo conocían. Todos lo miraban con admiración. Hoy, muerto el
médico del cuadro, el medico es ahora buscado no por ser amado y conocido, sino
por estar en el catalogo convencional. Sus espejos ya no son los clientes,
parientes o la gente. Son ahora sus pares: colegas de empresa, socios del
consultorio, congresos. Son peligrosas esas relaciones entre pares. El primer
asesinato registrado fue de un hermano que mató al hermano. La relación del
médico antiguo con sus espejos era una relación de gratitud y admiración. La
relación del médico hoy con sus espejos es una relación de envidia y
competencia. Pienso que los médicos, hoy, son infelices por lo siguiente: se
hicieron médicos por desear ser bellos como el caballero solitario, puros como
un santo y admirados como el hechicero. Eso era lo que estaba dentro de ellos
cuando tomaron la decisión de estudiar medicina. Y eso es lo que sigue viviendo
en su alma, como nostalgia... Así es. La vida les hizo una broma. Y hoy la
imagen que ven reflejada en el espejo, es la de una unidad biopsicológica
móvil, que porta conocimientos especializados y que vende servicios... Los
médicos sufren por la nostalgia (saudade) de una imagen que ya no existe.
Los ojos y la edad
Claude Monet era capaz de
pasar el día entero en el campo, desde la mañana hasta el anochecer, pintando
continuamente lienzos del mismo monte de heno. Puedo imaginar que algún
campesino que, al final del día le preguntase las razones para pintar tantas
veces el mismo monte de heno. Y Monet le respondería: "Para las vacas, es
cierto que el heno es el mismo, porque ellas desconocen el gusto de la luz.
Pero para mí que soy pintor, la luz es algo mágico, que va transformando las
cosas con el poder de los tonos. Un monte de heno bajo la luz de la mañana no
es el mismo que bajo la luz del crepúsculo." Un monte de heno, esa cosa
que permanece ahí mismo a través del tiempo, no existía para Monet. Lo que
existía era el "momento" único, efímero, que tenía que ser comido por
los ojos en el mismo instante de su aparición, porque luego desaparecería. Un
sicoanalista sensible al arte diría que los lienzos de Monet son la superficie
de un rancho, donde la propia vida del artista aparece reflejada, como monte de
heno, como fachada de la catedral de Rouen o como lirios acuáticos... ¿Y qué
mejor medio para decir esa antología del agua? "No se puede entrar dos
veces al mismo río" diría Heráclito. Y a los que a través de ser llevados
por las aguas se agarran de las rocas de Parménides, Monet replica: "Es
inútil, las aguas y las rocas fluctúan en el mismo río de luz, del cual, nadie
puede huir". Y para probarlo pinta las piedras y peñascos en el mar, todos
tan diáfanos y escabullidos como los montes de heno. Monet apareció reflejado
en mi pensamiento cuando me detuve a meditar sobre una extraña advertencia que
encontré en un texto de Kierkegaard. Se trata de una exigencia que hace a
aquellos que escriben y dice: "La persona que habla sobre la vida humana,
que cambia con el correr de los años, debe tener cuidado de declarar su propia
edad a sus oyentes.". No conozco ningún otro filósofo que haya alguna vez
hecho una declaración parecida. Quién dice una cosa semejante parece estar negando
su propio ideal de saber filosófico que es la búsqueda de la verdad. La verdad
no depende del saber filosófico. Ella posee una objetividad que la salva de ese
espejo líquido inquieto que es la subjetividad del pensador. La edad del
matemático (y el propio matemático) nada tienen que ver con la verdad de su
teorema. Esa cosa que oscila con el tiempo podría ser tal vez poesía, pero no
filosofía. Y sería precisamente eso lo que una vaca diría a Monet, si se le
hubiera dado el don del habla: "Un monte de heno por la mañana es el mismo
monte de heno en la tarde. Mi hambre lo comprueba y para mi es hambre; la luz
no existe..." Imagine entonces que tal vez, Kierkegaard estuviera más
próximo de los pintores que de los filósofos. Él sabía que el ser es sensible a
la luz., hay de hecho un ser pornográfico, que se desnuda públicamente bajo la
luz del sol del medio día y a él, Descartes y sus seguidores le han dedicado
sus más rigurosas investigaciones. Pero hay otro ser que huye del exceso de
luz. El amor se complace a la luz de las velas. El ser erótico prefiere
desvestirse a poca luz. "Parece que existen en los campos sombríos que
toleran apenas una luz débil" dice Bachelard. Ese libro de Bachelar, La
llama de una vela, es en verdad una realización práctica del consejo práctico
del filósofo danés. Bachelard confiesa su edad. Es "adelante de la página
blanca colocada sobre la mesa en la distancia justa de mi lámpara, que
realmente estoy en mi mesa de la existencia. Todo alrededor de mi está en
reposo, es tranquilidad, mi ser, sólo mi ser, que busca el ser. Pero ¿será que
aún hay tiempo para mí...?" Esa pregunta "¿será que aún hay
tiempo...?" es una pregunta de un hombre que percibe que la vela está
llegando a su fin. ¿Quién vigila las velas que se terminan? sólo los poetas.
Muy contentos los oftalmólogos y la física óptica sustentan que los ojos son
como planetas, destituidos de luz y que apenas reciben y reflejan la luz que
viene de afuera, los poetas afirman que eso no es verdad: los ojos son como las
estrellas, lámparas dotadas de luz. "Una lámpara del cuerpo son los
ojos" decía Jesús. "Si tus ojos tuvieran luz, el mundo entero estaría
iluminado, pero si estuvieran apagados, que grande sería la oscuridad".
Con lo que concuerda Bernardo Soares: "Lo que vemos no es lo que vemos,
sino lo que somos". El poeta inglés William Blake sabía eso y afirmó que
"el tonto no ve el mismo árbol, que el sabio ve", es esa luz de los
ojos la que nos hace ver el mundo. Ahora podemos comprender el sentido del
consejo del filósofo danés. Como dice: "Usted es un pintor como Monet, por
favor diga su edad, para que se sepa la luz que está bañando su cuadro... Así
el lector puede ajustar sus propios ojos para verlo mejor" Kierkegaard se
complacía en escribir a la luz de una vela, por eso sus textos están siempre
impregnados de un juego de luz y sombra que invitan a la meditación. Fue un
poeta quien me enseñó a convivir con las sombras. Yo le mostraba mis textos, de
todos los cantos obscuros iluminados por claros, y él me decía horrorizado:
"Demasiada luz, demasiada luz! por favor, un poco de sombra, un poco de
neblina!" Sus palabras sonaban en mis oídos más como razones de un maestro
pintor delante del lienzo de un aprendiz. Pero luego aprendí que esos son los
poetas; pintores que en vez de tinta usan palabras para pintar sus cuadros. Y
él me explicaba: "Un texto iluminado, claro, pone fin a la conversación;
un texto de luz y sombras, al contrario, es una invitación a la meditación sin
fin..." Quien entiende los consejos de Kierkegaard ciertamente no habrá
entendido nada. Una interpretación literal de la exigencia de que el escritor
declare su edad a sus oyentes, se reduce a la banalidad de que informe a sus
lectores del número de años que ya vivió. El número de años que yo viviera es
algo de lo que tenía clara conciencia aquella tarde en el metro, a buena hora,
esa información estuvo guardada en el archivo de la memoria. Pero ésta saldría
tan rápidamente en el mismo momento en que me preguntaran: "¿Cuál es su
edad?" En aquella ocasión aún no conocía nada de Monet, Pero ahora viendo
en retrospectiva, puedo afirmar que en aquel momento, me gané los ojos de
Monet. Todo depende de los ojos, "No basta abrir la ventana para ver los
campos y los ríos, No basta no ser ciego para ver los árboles y las flores"
dice Alberto Caeiro. Todos los que pasaban por lo montes de heno que Monet
pintaba veían los mismos montes de heno, pero no veían los mismos montes de
heno. Ninguno de ellos tenía los ojos como los del pintor. La revelación no es
la experiencia de ver cosas que no se veían antes. La calle, el jardín, el muro
continúan siendo los mismos. Nada fue creciendo. En tanto todo estaba
diferente. La calle da para otro mundo, el jardín acaba de nacer, el mundo
fatigado se cubre de signos. Todo está bañado por una luz antiquísima y al
mismo tiempo acaba de nacer. Nada cambió, sólo se cambiaron los ojos, por tanto
todo cambió. Es la experiencia del satori la abertura del tercer ojo al que se
refieren los pensadores zen.
Y los viejos se apasionarán de nuevo
Mi amigo no llegó a la hora
marcada, me llamó diciendo que estaba en un velorio, llegó atrasado, sonriente,
y me contó que afuera del velorio notaba cierta felicidad; pensé luego que el
muerto debía haber sido un enemigo, no lo era, era un tío muy querido, persona
dulce de 82 años. Y él me contó una historia de amor... en cuanto hablaba mis
pensamientos retozaban, primero me acorde del amor de Florentino Ariza y de
Firmina Dazza, después del amor de T.S Eliot y Valerie, todos ellos amores en
su vejez. Amor de juventud es bonito pero no es de sorprender, joven al mismo
tiempo que se apasiona. Romeo y Julieta es aquello que todo el mundo considera
normal, pero el amor en la vejez nos da miedo porque nos revela que el corazón
no envejece nunca, podemos morir, pero morimos jóvenes "el amor
recompensado siempre rejuvenece" decía Eliot con el vigor y pasión a los
70 años... Está ahí, en "El amor en los tiempos del cólera" de
Gabriel García Márquez, quien no lo ha leído está perdiendo una experiencia
única de felicidad... era Florentino Ariza, un muchacho que se apasionó por
Firmina Dazza, adolescente, amor temprano y vulnerable solo de lejos, la
muchacha era vigilada, las cartas y promesas de amor intercambiados en lugares
escondidos y en todo la promesa de felicidad de un abrazo algún día. Pero en
los tiempos del cólera las cosas eran diferentes y el padre de Firmina le
arreglo el matrimonio con el doctor Urbino, ilustre y próspero médico del
lugar. Pobre Florentino, destrozado por la pasión inútil, de ahí en adelante
viviendo en la esperanza loca de que algún día, no importara cuando Firmina
sería suya. Fueron 51 años de espera hasta que el milagro aconteció, el doctor
Urbino sin darse cuenta de que el tiempo pasaba, subió a una silla de
equilibrio inestable para atrapar a un loro que había escapado de su jaula y se
posó en lo alto de la rama del palo de mango. Ahí quedo, fue inesperado y
fatal, quedo el doctor Urbino inmóvil en el suelo y roto del cuello. Entonces
comenzó después de los tiempos de luto la historia más bonita de amor entre dos
viejos, amor de vista y de palabra, de deleite en los deleites del cuerpo. Sé
muy bien que es extraño. Simona de Beauvoir en su libro sobre la vejez dice que
hay una cosa que no se perdona en los viejos, que ellos puedan amar con el
mismo amor de los jóvenes. A los viejos está reservado otro tipo de amor, amor
por los nietos, sonriendo siempre pacientemente, mirada resignada, esperando a
la muerte, paseos lentos por los parques, horas jugando, paciencia, cabeceos
entre las conversaciones. Pero cuando el viejo resucita, en su cuerpo surgen de
nuevo las potencias adormecidas del amor ¡oh, los hijos se horrorizan!
"estoy caduco"... La historia que mi amigo contó era parecida con
Florentino y Firmina, solo que la espera fue mucho mayor. Amor que en la
adolescencia se interrumpió, cada uno siguió un camino diferente, otros amores,
familias. Pero el tiempo no lo logra disipar, la psicoanalista cree que en el
subconsciente no existe el tiempo.... Somos eternamente jóvenes y de repente,
ya en el crepúsculo, los árboles que todos juzgaban secos comienzan a echar
brotes y a florecer. Se casaron él con 80 años y ella con 76 y van a vivir
lejos, lejos de los ojos que no soportan el amor en la vejez. Y él a los 81
años volvió a estudiar violín, divina locura!!! Y volvió a reaprender las
antiguas palabras y decía emocionado que si Dios le permitía vivir con ella
apenas dos años, sería muy feliz. No ganó dos, pero tuvo uno... y me quedé
pensando que ese año pudo haber sido semejante a aquellas experiencias raras
que la gente tiene y que nos hacen brotar del fondo del alma aquel grito de
satisfacción a la Zorba "valió la pena haber sido creado en el universo
sólo por esta causa" Y fue el mismo que pasó con T. S Elliot que sólo
encontró el amor el amor a los 68 años y a los 70 decía que antes de casarse se
estaba haciendo viejo, pero ahora se sentía más joven que cuando tenía 60.
El amor tiene ese poder
mágico de hacer el tiempo en sentido contrario, lo que envejece no es el
tiempo, es la rutina, el enfado, la incapacidad de conmoverse ante la sonrisa
de una mujer o de un hombre, pero ¿será incapacidad esto, o será otra cosa? que
la sociedad entera enseña a los viejos que el tiempo del amor ya pasó, que el
precio de ser amados por sus hijos y nietos ¿es la renuncia a sus sueños de
amor? Comprendí la felicidad de mi amigo y también me puse feliz, aquel velorio
fue como el acorde que se toca al final de una sonata, la culminación de la
felicidad. Interesante que como regla, el movimiento final de las sonatas es un
allegro atrás de los adagios lamentosos. La conclusión debe ser un
embelesamiento de alegría. Si yo pudiera, aumentaría los libros sagrados en los
lugares en donde los profetas tienen visiones de la felicidad mesiánica, ésta
otra visión que imagino que hasta Dios mismo aprobaría con una sonrisa "Y
los viejos se apasionarán de nuevo".
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