domingo, 17 de mayo de 2015

Cuentos de Rubem Alves

Sin planearlo en ABRA, nuestro taller de lectura este semestre estamos haciendo autores brasileños. Rubem Alves ha sido realmente un deleite. Acá algunos de sus hermosos cuentos para compartirlos con ustedes.

 

El jardinero y Fraülein

Un niño, de lejos observaba a los pescadores en sus barcos llevados por el viento. Pensaba que el mar no tenía fin, pensaba que los pescadores eran felices que no necesitaban sembrar los peces para después tomarlos, el mar era generoso, él mismo sembraba los peces que los pescadores sacaban con sus redes. Tenía envidia de los pescadores, él era hijo de agricultores, tenía que sembrar para cosechar, diferente del mar, la tierra tenía fin. Todos los trozos de tierra, los más insignificantes, todos debían ser sembrados; los pescadores si querían más, bastaba con navegar mar adentro. Pero los agricultores no podían desear más, la tierra llegaba a su fin, quién quería más tierra para cultivar tendría que salir de la tierra conocida e ir en busca de otras tierras, más allá del mar sin fin. El escuchaba a los más viejos hablar sobre eso. Un país del otro lado del mar, tan lejos que allá era de noche cuando en su país era de día. Y fue así que llegó el día en que el adolescente, país de gente con rostros diferentes, de comida diferente, de lengua diferente, de religión diferente, de costumbres diferentes, menos una cosa, la tierra era la misma y sus secretos, ellos los conocían sus hermanos y sus padres entrarían a un navío que los llevaría a tal país ¿cómo era su nombre? Buragiro... y fue así que ellos, japoneses conseguirían decir el nombre de Brasil...
 
En Brasil, Hiroshi Okumura ese era su nombre, consiguió trabajo en la casa de una familia de alemanes, familia rica, casa de muchos criados y criadas. El no hablaba portugués ni alemán, pero no importaba, su trabajo era cuidar la huerta y jardín, la lengua de la tierra y de las plantas él las conocía muy bien, la prueba de eso estaba en los arbustos artísticamente podados según la inspiración milenaria de los bonsáis en las canteras extendidas de flores, las hortalizas crecían exuberantes. Y fue así en su fiel y silenciosa aptitud de jardinero y hortelano que pasó a ser muy querido por sus patrones. Pero nadie ni de lejos imaginaba los sueños que aguardaba el alma del jardinero, quien no sabe piensa que el jardinero sólo sueña con tierra, agua y plantas, pero los jardineros tienen también sueños de amor, jardines sin amor son bellos y tristes, pero cuando el amor florece, el jardín se perfuma y se alegra. Pues ese era el secreto que anidaba en el alma del jardinero japonés, él amaba a una mujer, una alemancita servicial también todos la conocían por "Fraülein", cabellos color cobre como él nunca había visto en su país, piel blanca salpicada de pecas, ojos azules y una discreta sonrisa en su boca carnuda que se transformaba en risa cuando estaba lejos de los patrones. Era ella quien le llevaba el plato de comida, siempre con aquella sonrisa... Y el soñaba, soñaba que sus manos acariciaban sus cabellos y su rostro, soñaba que sus brazos la abrazaban, Soñaba que su boca y su lengua bebían amor en aquella boca carnosa... y su imaginación hacía aquello que hace la imaginación de los apasionados, se imaginaba en un ritual de amor, delicado como la ceremonia del té, retirando la ropa de Fraülein y besando su piel. La imaginación de un jardinero japonés apasionado es igual a la imaginación de todos los enamorados... Pero era apenas un sueño, miraba su cuerpo regordete, su ropa tosca de jardinero, sus manos llenas de tierra y sus dedos ásperos como las piedras. Fraülein pertenecía a otro mundo distante al de su mundo de jardinero. Algunas veces él le ofrecía una flor cuando ella le llevaba comida, ella sonreía con aquella linda sonrisa de niña y agradecida regresaba saltando hacia su casa con la flor en la mano. Había otras ocasiones en que ella tomaba la flor y la llevaba a su nariz pecosa para sentir el perfume, los pétalos de la flor tocaban sus labios y su cuerpo de jardinero se estremecía imaginando que su boca estaba tocando los labios de ella.
Pero su amor nunca salió de la fantasía, nadie nunca supo. Los años pasaron y él se hizo viejo, Fraülein también envejeció, pero el amor no disminuyo, para él era como si los años no hubieran pasado, ella continuaba siendo su chica pecosa, el amor no satisfecho ignora el paso del tiempo y es eterno. Llegó finalmente el momento inevitable, viejo él no conseguía dar cuenta de su trabajo, sus patrones que lo amaban profundamente pensaron que lo mejor era tal vez que pasara sus últimos años en una residencia para japoneses viejos, un área grande de diez alqueires, bien cultivada, con pájaros, flores y un lago con carpas y tilapias, por lo que acepto. Visitó el lugar, pero por razones desconocidas no quiso vivir ahí, creyó más conveniente vivir con sus parientes en una ciudad del interior. Pero el hecho es que los viejos son siempre una perturbación en la vida de los jóvenes. Son en la mejor de los casos tolerados y su vejez se llenó de tristeza. Un día movido por la nostalgia, resolvió visitar la casa en donde pasó toda su vida y donde vivía Fraülein, pero ahí le dijeron que ella había sido internada en una estancia para ancianos alemanes. Estaba muy dolido, fue entonces a visitarla y la encontró en una cama, muy flaca e incapaz de andar. Entonces hizo una cosa loca que solamente un apasionado puede hacer, decidió quedarse con ella, se pasó a dormir junto a ella en el suelo, cuidaba de ella como si cuidara de un niño (quede conmovido pensando en la sensibilidad de los directores de aquella residencia que permitieron ese acuerdo que no estaba previsto en los reglamentos.) Fraülein estaba muy flaca, no conseguía masticar los alimentos, entonces aconteció un acto increíble de amor que los que no están apasionados jamás lo comprenderán, el jardinero comenzó a masticar la comida que él colocaba en la boca de "su" Fraülein, los encargados de la casa, creo que movidos por el amor, hicieron de cuenta que no veían nada. Nunca nadie vió, nunca alguien me lo contó, imaginé, lo imaginé, que cuando estaban solos, sin que nadie los viera el jardinero recargaba sus labios en los labios de Fraülein y así le daba de comer, así lo hacen los enamorados apasionados, labios pegados, que juegan a pasar una uva de una boca a la otra... Y así al final de la vida el jardinero beso a Fraülein como nunca la imaginó besar... el amor se realiza de formas inesperadas. Está es una historia verdadera, que aconteció, me la contó Tomiko, una amiga que trabaja con ancianos (aquella que me aconsejo comprarme un saco rojo), ella conoció personalmente al jardinero. En mi lugar, planto árboles para mis amigos que mueren, pues voy a plantar un cerezo y un rosal rojo, uno al lado del otro: el jardinero y su Fraülein.
 

 El río

Dice Delia Prado que Dios una vez por otra la castiga. Toma de la poesía; ella ve hacia una piedra y sólo ve la piedra misma. La poesía nace por la fuerza de la mirada que hace incidir sobre los objetos una luz mágica, transformándolos en cristal. Pueden quedar transparentes, dejando que se vea a través de ellos (como en el caso de Cristo en el lienzo de la última cena, de Salvador Dalhí), o se transforman en cristales, pasando a mostrar imágenes reflejadas de cosas ausentes como demostró Lewis Carroll, haciendo a Alicia atravesar el cristal y entrar en el mundo de las imágenes espectaculares. Escher el dibujante holandés hizo un lindo grabado de eso. Así son las entidades con la que los poetas hacen sus poemas, objetos fantásticos, porta sueños. Bachelard miró la llama de una vela que se apagaba, el objeto porta sueños, pero vio más que eso, vio un sol que se moría. Continuó su mirada y el sol agonizante se transformo en otra cosa, en "llama húmeda, líquido ardiente que escurría hacia lo alto, hacia el cielo, como un riachuelo vertical" Al medio día el cielo es una bóveda de ágata azul, inmóvil y eterna. Al crepúsculo la piedra se derretía, se cambia el azul a amarillo, verde, rosa, naranja, rojo, hasta desaparecer en el abismo oscuro al caer la noche. Todo lo que es sólido se derrite en el crepúsculo. "nadie puede entrar al mismo río dos veces", decía Heráclito: el ser del río es, un permanente dejar de ser. Puedo imaginar que esa fue la tristeza de Narciso que le llevó a la muerte, la belleza de su rostro era líquida, no se podía poseer, se deslizaba y desaparecía siempre a las manos que intentaban agarrarla. El crepúsculo y el río nos informan que nada tenemos. Es imposible sumar solo podemos restar... somos, no por accidente, sino metafísicamente no podemos escapar a los lamentos. "El río es viajero de sí mismo, es su propio viaje", Dice Heráclito Brito en uno de sus poemas "El río es un permanente hacerse distante de lo que estaba próximo, todo es despedida," "todo muelle es una añoranza de piedra" dice çlvaro de Campos, "el muelle es el lugar donde lo sólido desaparece en lo líquido, lo que queda es el espacio vacío..." Divagando como psicoanalista sobre la filosofía de Parménides y no como filósofo, pues a los filósofos la divagación le es prohibida, imagino que su pensamiento nacía bajo la luz del medio día, cuando todo parece parado, el tiempo, suspenso, el ser apareciendo como cosa inmóvil y eterna. Heráclito entre tanto, el filósofo del fuego y del río, ciertamente amaba dejar que sus pensamientos fueran llevados por las aguas del río, especialmente cuando en él se reflejaban los colores del sol ardiente. El podría estar arrepentido, como poeta taoísta, el corto verso que todo resume "El sonido del agua dice lo que pienso" que grandes amigos podrían haber sido Heráclito y Monet. Monet pasaba el día entero pintando continuamente lienzos del mismo monte de heno, perdón fue un momento... si ellos me escucharan decir "el mismo" monte de heno, él me corregiría y me diría que la luz es un río que corre, y que a cada cambio de luz, el monte de heno se transformaría en otro, de la misma manera como no se puede entrar dos veces al mismo río, no se puede pintar dos veces el mismo objeto. Todo es líquido e incierto... En su libro Tao- El camino de las aguas, Alan Watts dice lo siguiente: Especialmente a medida en que uno se va haciendo viejo, se torna cada Vez más que las cosas no tienen fondo, pues El tiempo parece pasar cada vez más rápido, de manera que nos Volvemos concientes de la liquidez de los sólidos; las personas y las Cosas quedan parecidas con reflejos y arrugas efímeras en la superficie del agua. Guimarães Rosa escribió uno de los cuentos más misterios que he leído, "El tercer margen del río". Un cuento misterioso es un cuento que permanece en nuestros pensamientos, como enigma no resuelto. Es la historia de un padre que en cierto momento de su vida resolvió cambiar de tierra, casa, mujer e hijos, por las aguas del río. Mandó hacer una canoa de madera buena que durase por lo menos 30 años, e indiferente a los afligidos gritos de la mujer, sin dar explicación alguna, tomó la canoa, hizo un adiós con los ojos y entró al río, para nunca jamás volver. No, aunque no fue a ningún lugar. No desapareció. Generalmente se usa la canoa y el río para ir a algún lugar, él uso la canoa y el río para ir a ninguna parte, sólo para quedarse en el río navegando. "Al tercer margen del río" extraño título este, porque los ríos sólo tienen dos márgenes. ¿Qué sería el tercer margen? ¿El tiempo? Tal vez fue eso, el tercer margen del río son las arenas, las espumas que el río va dejando en la cabeza de la gente en forma de palabras y poemas. Tempos fugit: "no es eterno, puesto que es llama" y sólo lo que el río dice. Guimarães Rosa hace una extraña confesión. Dice que le gustaría ser un cocodrilo, (...) porque amo los grandes ríos, pues son profundos como el alma de los hombres. En la superficie son mucho más vivaces y claros, pero en las profundidades son tranquilos y obscuros como los sufrimientos de los hombres. Amo aún más una cosa de nuestros grandes ríos: su eternidad, si río es una palabra mágica para conjugar eternidad... Curioso esto, que en el río lo efímero y lo eterno estén juntos... Vaseduva, el barquero fue discípulo del río por toda la vida. Y aprenderá tanto que hasta podrá dar lecciones a Sidarta... "El río sabe todas las cosas, de él se pueden aprender todas las cosas. Las voces de todas las criaturas vivas pueden ser oídas a una sola voz. Y así ellos se asentaban juntos en el tronco de los árboles al caer la noche. Escuchaban el agua en silencio, agua que para ellos no era sólo agua, sino la voz de la vida, la voz del ser, de la transformación eterna..."

El león mata mirando

El viejo Antonio cazó un león de montaña (que viene siendo muy parecido al puma americano) con su vieja chimba (escopeta de chispa.) Yo me había burlado de su arma días antes: "de esas armas usaban cuando Hernán Cortes conquista México", le dije. El se defendió: "si, pero mira ahora en manos de quien esta". Ahora estaba sacando los últimos tirones de carne de la piel para curtirla. Me muestra orgulloso la piel. No tiene ningún agujero. "En el mero ojo", me presume. "Es la única forma de que la piel no tenga ninguna forma de maltrato", agrega. "¿Y que va a hacer con la piel?", Pregunto. El viejo Antonio no me contesta, sigue limpiando la piel del león con su machete, en silencio. Me siento a su lado y, después de llenar la pipa, trato de prepararle un cigarrillo con "doblador". Se lo tiendo sin palabras, él lo examina y lo deshace. "Té falta", me dice mientras lo vuelve a forjar. Nos sentamos a participar juntos de esa ceremonia de fumar. Entre chupada y chupada, el viejo Antonio va hilando la historia: "El león es fuerte porque los otros animales son débiles. El león come la carne de otros porque los otros se dejan comer. El león no mata con las garras ni con los colmillos. El león mata mirando. Primero se acerca despacio, en silencio porque tiene nubes en las patas y le matan el ruido. Después salta y le da un revolcón a su víctima, un manotazo que tira más que por la fuerza, por la sorpresa. Después se le queda viendo. La mira, a su presa. Así... (el viejo Antonio arruga el entrecejo y me clava los ojos negros). El pobre animalito que va a morir si se queda viendo nomás, mira al león que lo mira. El animalito ya no se ve él mismo, mira lo que el león mira, mira la imagen del animalito en la mirada del león, mira que, en su mirarlo del león, es pequeño y débil. El animalito ni se pensaba si es pequeño y débil, era pues un animalito, ni grande ni pequeño, ni fuerte ni débil. Pero ahora mira en el mirarlo del león, mira el miedo. Y, mirando que lo miran, el animalito se convence, el sólo, de que es pequeño y débil. Y, en el miedo que mira que lo mira el león, tiene miedo. Y entonces el animalito ya no mira nada, se le entumen los huesos así como cuando nos agarra el agua en la montaña, en la noche, en el frío. Y entonces el animalito se rinde así nomás, se deja, y el león se lo zampa sin pena. Así mata el león. Mata mirando. Pero hay un animalito que no hace así, que cuando lo topa el león no le hace caso y se sigue como si nada. Y si el león lo manotea, el contesta con un zarpazo de sus manitas, que son chiquitas pero duele la sangre que sacan. Y este animalito no se deja del león porque no mira que lo miran... es ciego. Topos, les dicen a esos animalitos". Parece que el viejo Antonio acabó de hablar. Yo aventuro un "si, pero...". El viejo Antonio no me deja continuar, sigue contando la historia mientras se forja otro cigarrillo. Lo hace lentamente, volteando a verme cada tanto para ver si estoy poniendo atención.
 
"El topo se queda ciego porque, en lugar de ver hacia fuera, se puso a mirarse el corazón, se trincó en mirar para adentro. Y nadie sabe porque llega a la cabeza del topo eso de mirarse para adentro. Y ahí está de necio el topo en mirarse el corazón y entonces no se preocupa de fuertes o débiles, de grandes o pequeños, porque el corazón es el corazón y no se mide como se miden las cosas y los animales. Y eso de mirarse para adentro sólo lo podían hacer los dioses y entonces los dioses castigaron al topo y ya no lo dejaron mirar pa’fuera y además lo condenaron a vivir y caminar bajo la tierra. Y por eso el topo vive debajo de la tierra porque lo castigaron los dioses. Y el topo ni pena tuvo porque siguió mirándose para adentro. Y por eso el topo no le tiene miedo al león. Y tampoco le tiene miedo al hombre que sabe mirarse al corazón. "Porque el hombre que sabe mirarse el corazón no ve la fuerza del león, ve la fuerza de su corazón y entonces mira al león y el león lo mira que lo mira al hombre y el león mira, en el mirarlo del hombre que es sólo un león y el león se mira que lo miran y tiene miedo y se corre" ¿Y usted se miró el corazón para matar  a este león?. Interrumpo. El contesta, ¿Yo? No hombre, yo mire la puntería de la chimba y el ojo del león... y ahí nomás dispare... del corazón ni me acorde..."Yo me rasco la cabeza como según aprendí, hacen aquí cada que no entienden algo. El viejo Antonio se incorpora lentamente, toma la piel y la examina con detenimiento. Después la enrolla y me la entrega "Toma, me dice, te la regalo para que nunca te olvides que al león y al miedo se les mata sabiendo a dónde mirar..." El viejo Antonio da la media vuelta y se mete a su champa. En el lenguaje del viejo Antonio eso quiere decir: "Ya acabe, Adiós". Yo metí en una bolsa de nylon la piel del león y me fui. Una nota desde el sureste mexicano... La Sabiduría popular emplea la "conversa" para explicar las situaciones que preocupan a la "gente sencilla", la del color de la tierra.

Envidia

La envidia no mata, sólo destruye la felicidad... Examiné cuidadosamente las cuevas de mi memoria donde guardo mis recuerdos de infancia. No encontré ningún recuerdo infeliz. Encontré recuerdos de dolor, comenzando por el nombre de la ciudad donde nací, que en aquel tiempo se llamaba "Dolores de la Buena Esperanza". Parece que los habitantes tenían vergüenza de que los llamaran "dolientes" y trataron de librarse del dolor, dejando sólo "buena esperanza", olvidándose de que, a veces, la esperanza sólo se realiza a través del dolor, como es el caso del parto. Mi lista de dolores incluía dolores de dientes, dolor de quemaduras, dolor de caídas, de heridas, de barriga. Pero el dolor y la infelicidad son cosas diferentes. Hay dolores que son felices. ¿Las razones de mi felicidad? Parodiando a Drummond escribo: "Las Sin-Razones de la Felicidad". Razones para ser feliz no tenía. Mi papá había perdido todo. Vivíamos en una vieja hacienda que un cuñado le prestó. No tenía luz eléctrica: de noche encendíamos las lamparitas de queroseno con su llama roja, su mecha negra, y su olor inconfundible. No había agua en la casa: mi madre iba a buscarla a la mina con un bote de aceite vacío. No había regadera: nos bañábamos con una cubeta de agua que calentábamos en un fogón de leña. El techo no tenía cielo: de noche veíamos a los ratones corriendo en los vacíos de las tejas. Tampoco teníamos baño: lo que había era la clásica "casita" afuera. Yo no tenía juguetes. No recuerdo ni siquiera uno. Y, a pesar de todo, no puede encontrar ningún recuerdo infeliz. Era un niño libre por los campos, en medio de las vacas, caballos, pájaros y arroyos. Mejoramos de vida. Nos cambiamos de ciudad. La casa me pareció un palacio. Creo que alguien había arrojado un ladrillo dentro del excusado, y había dejado un enorme agujero en la losa. Hoy compraríamos luego otro nuevo. Para ese entonces mi papá no tenía dinero. Tuvo que buscar una solución inteligente compatible con la pobreza: coló una losa de cemento sobre el agujero. Por cinco años fue ese nuestro excusado, cuya tapa fue hecha de aglomerado de aserrín. Era, por tanto, cuadrada, en contraste con nuestra anatomía básica curva. La tapa de aglomerado dejaba siempre sus marcas en nuestro trasero. Cuando llovía era necesario usar todas las cazuelas, vasijas y jarras para atrapar el agua que caía por las goteras - tantas que no era posible controlar. El sótano era lleno de enormes y venenosos alacranes. A mi madre le picó uno de ellos. Cuando las hormigas se ponían a marchar los alacranes se ponían a correr, saliendo del sótano e invadían la casa. Hubo un día en que matamos once. Jamás escuché alguna queja de ninguno de nosotros. Aquella era nuestra casa. Muchas felicidades moraban dentro de ella. Ya podíamos darnos el lujo de una mesa de verdad, con cuatro pies sólidos. En la ciudad donde habíamos vivido antes la mesa era una puerta apoyada sobre un cajón: un sube-y-baja peligroso. Si alguien se apoyaba de un lado corría el riesgo de recibir una avalancha de frijoles en la cabeza. Aprendimos buenas maneras: ninguno apoyaba el codo sobre la mesa. Yo no sabía que éramos pobres. En medio de aquella pobreza éramos ricos. Mi papá compró un automóvil, un Plymouth de manivela. Compró también un radio, motivo de orgullo y felicidad: podíamos oír novelas y música como en México a Pedro Infante, Javier Solís, Chucho el Roto, etc. Juguetes que me compraron, creo que tuve cinco: una pelota, un camioncito de madera, un barquito de velas, un piano, una bolsa de canicas. Nosotros hacíamos los juguetes: papalotes, carritos, resorteras. Hacerlos era jugar. Yo continuaba siendo un niño libre y feliz. Luego mi papá mejoró de vida nuevamente. Nos cambiamos a Río de Janeiro. Fue cuando conocí la infelicidad. Mi papá, con la mejor de las intenciones, me inscribió en el Colegio Andrews, donde estudiaban los hijos de los embajadores extranjeros, de los médicos más famosos, las niñas más bonitas y consentidas de la ciudad. Fue inevitable: me comparé con ellos. La comparación en sí es una operación lógica indolora: B es menor que A. Pero cuando la comparación se hace entre personas, la B, parte menor, que tanto puede ser María como Juan, siente un profundo dolor. Ese dolor tiene el nombre de envidia. Me comparé y me descubrí pobre. Nada me quitaron. Continué teniendo las cosas que me habían hecho feliz. Sólo que, después de la comparación, se volvieron feas, maltratadas, motivo de tristeza y vergüenza. La envidia siempre hace eso: destruye las cosas buenas que tenemos. Me sentí pobre, feo, ridículo, humillado. Jamás invité a venir a mi casa a ningún compañero. No quería que vieran mi pobreza. Alberto Camus relata una experiencia parecida. Dice que su infelicidad comenzó cuando entró a la Preparatoria. Fue cuando él se comparó a los demás. Dicen que el pecado original fue el sexo. Yo digo que el pecado original fue la envidia. Ella fue la que hizo que Adán y Eva perdieran el Paraíso. Paraíso es lugar de delicias: ahí había todo para que cualquier ser humano fuera feliz. Ahí también estaba la serpiente, especialista en la envidia. Se rió de la felicidad de ellos. "- Ustedes piensan que son felices... Es que aún no han visto el mundo de los dioses, es mucho más bonito. ¿Lo quieren ver? Es fácil. Sólo coman este fruto mágico..." Y la malvada les dio a comer el fruto de la envidia. No les mintió. Ellos vieron realmente un mundo mucho más bonito - y en ese momento los frutos de los árboles del Paraíso se pudrieron, las hojas de los árboles cayeron, las plantas se marchitaron, las fuentes se secaron, y ellos se sentían feos: comenzaron a esconderse uno del otro. Eso no ocurrió nunca. Eso sucede todos los días. Mi casa es linda; yo la amo. Pero basta que yo visite a otra más rica, y la envidia aparece. Regreso y veo mi casa fea, pequeña, maltratada: ya no es posible amarla. Quiero otra. Eso está relatado en una antigua historia, "El pescador y su mujer" - cuya lectura aconsejo. La escuché una vez, y nunca se me olvidó. Esto que es verdad para la casa, también es verdad para la esposa, el marido, el trabajo, los hijos: la envidia los mete en un proceso de descomposición. Ya no es posible amarlos como antes. La envidia no mata, sólo destruye la felicidad. El envidioso es incapaz de ver con alegría las cosas buenas que posee. Sus ojos son malos. Basta que una cosa buena que se tiene, sea tocada por ellos, para que se pudra. Para esa enfermedad sólo hay dos remedios: uno dulce y uno amargo. El remedio dulce: usar el colirio de la gratitud para curar el mal de ojo. Ver las cosas buenas que se tienen y decir: "Qué bueno que están aquí. Estoy agradecido, agradecida a los dioses, porque ustedes me fueron dados." Entonces la casa, el marido, la mujer, los hijos, y todo lo demás que se tiene, vuelven de nuevo a su vida y a su belleza. Los que no hacen uso del remedio dulce, tarde o temprano se les aplicará el remedio amargo: cuando la desgracia toca a la puerta y se quiebra la taza de cristal, y se rompe el cuchillo de plata; lo que era recto queda torcido y lo que estaba vivo de repente muere. Cuando el dolor es mucho, las lágrimas no dejan que los ojos vean lo que tienen los demás. Y la envidia, de esta manera, muere. Pero entonces ya es demasiado tarde. Tradujo Jesús Ramírez Funes

El médico en busca del ser humano

Antiguamente la simple presencia del médico irradiaba vida. Antiguamente los médicos eran también hechiceros. "Maestro, di una sola palabra y mi hija estará curada...". La vida circulaba alrededor de las relaciones de afecto que unía al médico con quienes lo rodeaban. En aquel tiempo los médicos sabían de estas cosas. Hoy ya no lo saben. Veo aquel médico al lado de niña: ¿no se parece a un caballero solitario que va a luchar contra la muerte solito? En aquel tiempo los médicos sabían cuál era su destino. Había mucho sufrimiento, sí. Había mucho miedo, sí. Miedo y sufrimiento son parte de la sustancia de la vida. Pero nunca supe de un médico que se estresara. No son las batallas las que producen el estrés. Las batallas, al contrario, dan cohesión, pureza, integración al cuerpo y al alma. El caballero solitario es un héroe con el cuerpo cubierto de cicatrices pero con el alma entera. Los estresados son aquellos que, sin trabar una batalla, son empujados a todas partes por una legión de demonios. La imagen del caballero solitario que lucha contra la muere es una imagen romántica. Bella. Conmovedora. ¿Quién no desea ser así? Critican el romanticismo. El poeta Fernando Pessoa comenta: pero ¿no es verdad que el alma es incurablemente romántica? El médico antiguo era un héroe romántico, vestido de blanco. Las jóvenes doncellas y las mujeres casadas suspiraban al verlo pasar. Aun cuando la consulta les permitía el gozo puro del tocar su mano... El caballero solitario que lucha contra la muerte es un santo. ¿Quién osaría jamás pensar alguna cosa mala contra el médico? Hoy son muy comunes los procesos contra los médicos por irresponsabilidad e impericia. Ser médico se transformó en un riesgo. Porque nadie más cree en su santidad. Tal vez porque han dejado de ser santos... Pero en aquel tiempo la gente juzgaba al médico como un santo, y porque la gente pensaba así, los médicos eran santos. Me apasioné de la imagen. Quería ser hechicero. Quería ser el caballero solitario que lucha contra la muerte. Quería ser el santo. Y ese ideal no era una abstracción para mí. Tenía un nombre: Albert Schweitzer – uno de los hombres más geniales del siglo XX. Era organista, escritor, teólogo e hizo un trato con Dios: hasta los treinta años, haría esas cosas que le proporcionarían placer cultural. Después, se dedicarían enteramente a los sufrientes. Entró a la escuela de medicina a los 30 y, después de ser médico, pasó el resto de la vida en un lugar perdido de las selvas africanas, donde construyó un hospital de madera y palmas, donde proporcionaba alivio al dolor. Claro nunca se hizo rico. Ni tuvo estrés. Su imagen bella lo hacía feliz. Ganó el premio Novel de la Paz. Yo no fui médico. Pero siempre viví encantado por aquel cuadro. El encanto se fue rompiendo cuando hice mi doctorado en Estados Unidos. Un día fui a escuchar una conferencia del director del hospital de la ciudad de Princeton, NJ, donde estudiaba. Comenzó su discurso con esta afirmación que astilló el cuadro: "El hospital de Princeton es una empresa que vende servicios". "¡Oh, Dios", pensé.,"aquel médico ya no existe!". Y percibí que ahora los médicos se encontraban al lado de los prestadores de servicios, a los fontaneros, a los electricistas, a los vendedores de seguros y a los agentes funerarios, a los choferes de taxi. Basta solo buscar en los anuncios clasificados. La presencia mágica ya no existe. El médico es un profesional como cualquier otro. Perdió su aura sagrada. Me vino, entonces, una definición del médico compatible con la definición que el director había dado al hospital de Princeton: "un médico es una unidad biopsicológica móvil, que presta conocimientos especializados y que vende servicios". Esa imagen está muy de acuerdo con las condiciones sociales y económicas del mundo moderno, no tiene nada que ver conmigo. No me conmueve. No deseo ser igual.  El mito de Narciso, pienso, es mucho más profundo. Todos, como Narciso, estamos en busca de nuestra bella imagen. Pero para ver nuestra bella imagen tenemos necesidad de espejos. Espejos son los otros. En el rostro de los otros es donde vemos nuestra propia imagen reflejada. En los tiempos antiguos todas las personas eran espejos para el médico. Todos lo conocían. Todos lo miraban con admiración. Hoy, muerto el médico del cuadro, el medico es ahora buscado no por ser amado y conocido, sino por estar en el catalogo convencional. Sus espejos ya no son los clientes, parientes o la gente. Son ahora sus pares: colegas de empresa, socios del consultorio, congresos. Son peligrosas esas relaciones entre pares. El primer asesinato registrado fue de un hermano que mató al hermano. La relación del médico antiguo con sus espejos era una relación de gratitud y admiración. La relación del médico hoy con sus espejos es una relación de envidia y competencia. Pienso que los médicos, hoy, son infelices por lo siguiente: se hicieron médicos por desear ser bellos como el caballero solitario, puros como un santo y admirados como el hechicero. Eso era lo que estaba dentro de ellos cuando tomaron la decisión de estudiar medicina. Y eso es lo que sigue viviendo en su alma, como nostalgia... Así es. La vida les hizo una broma. Y hoy la imagen que ven reflejada en el espejo, es la de una unidad biopsicológica móvil, que porta conocimientos especializados y que vende servicios... Los médicos sufren por la nostalgia (saudade) de una imagen que ya no existe.

Los ojos y la edad


Claude Monet era capaz de pasar el día entero en el campo, desde la mañana hasta el anochecer, pintando continuamente lienzos del mismo monte de heno. Puedo imaginar que algún campesino que, al final del día le preguntase las razones para pintar tantas veces el mismo monte de heno. Y Monet le respondería: "Para las vacas, es cierto que el heno es el mismo, porque ellas desconocen el gusto de la luz. Pero para mí que soy pintor, la luz es algo mágico, que va transformando las cosas con el poder de los tonos. Un monte de heno bajo la luz de la mañana no es el mismo que bajo la luz del crepúsculo." Un monte de heno, esa cosa que permanece ahí mismo a través del tiempo, no existía para Monet. Lo que existía era el "momento" único, efímero, que tenía que ser comido por los ojos en el mismo instante de su aparición, porque luego desaparecería. Un sicoanalista sensible al arte diría que los lienzos de Monet son la superficie de un rancho, donde la propia vida del artista aparece reflejada, como monte de heno, como fachada de la catedral de Rouen o como lirios acuáticos... ¿Y qué mejor medio para decir esa antología del agua? "No se puede entrar dos veces al mismo río" diría Heráclito. Y a los que a través de ser llevados por las aguas se agarran de las rocas de Parménides, Monet replica: "Es inútil, las aguas y las rocas fluctúan en el mismo río de luz, del cual, nadie puede huir". Y para probarlo pinta las piedras y peñascos en el mar, todos tan diáfanos y escabullidos como los montes de heno. Monet apareció reflejado en mi pensamiento cuando me detuve a meditar sobre una extraña advertencia que encontré en un texto de Kierkegaard. Se trata de una exigencia que hace a aquellos que escriben y dice: "La persona que habla sobre la vida humana, que cambia con el correr de los años, debe tener cuidado de declarar su propia edad a sus oyentes.". No conozco ningún otro filósofo que haya alguna vez hecho una declaración parecida. Quién dice una cosa semejante parece estar negando su propio ideal de saber filosófico que es la búsqueda de la verdad. La verdad no depende del saber filosófico. Ella posee una objetividad que la salva de ese espejo líquido inquieto que es la subjetividad del pensador. La edad del matemático (y el propio matemático) nada tienen que ver con la verdad de su teorema. Esa cosa que oscila con el tiempo podría ser tal vez poesía, pero no filosofía. Y sería precisamente eso lo que una vaca diría a Monet, si se le hubiera dado el don del habla: "Un monte de heno por la mañana es el mismo monte de heno en la tarde. Mi hambre lo comprueba y para mi es hambre; la luz no existe..." Imagine entonces que tal vez, Kierkegaard estuviera más próximo de los pintores que de los filósofos. Él sabía que el ser es sensible a la luz., hay de hecho un ser pornográfico, que se desnuda públicamente bajo la luz del sol del medio día y a él, Descartes y sus seguidores le han dedicado sus más rigurosas investigaciones. Pero hay otro ser que huye del exceso de luz. El amor se complace a la luz de las velas. El ser erótico prefiere desvestirse a poca luz. "Parece que existen en los campos sombríos que toleran apenas una luz débil" dice Bachelard. Ese libro de Bachelar, La llama de una vela, es en verdad una realización práctica del consejo práctico del filósofo danés. Bachelard confiesa su edad. Es "adelante de la página blanca colocada sobre la mesa en la distancia justa de mi lámpara, que realmente estoy en mi mesa de la existencia. Todo alrededor de mi está en reposo, es tranquilidad, mi ser, sólo mi ser, que busca el ser. Pero ¿será que aún hay tiempo para mí...?" Esa pregunta "¿será que aún hay tiempo...?" es una pregunta de un hombre que percibe que la vela está llegando a su fin. ¿Quién vigila las velas que se terminan? sólo los poetas. Muy contentos los oftalmólogos y la física óptica sustentan que los ojos son como planetas, destituidos de luz y que apenas reciben y reflejan la luz que viene de afuera, los poetas afirman que eso no es verdad: los ojos son como las estrellas, lámparas dotadas de luz. "Una lámpara del cuerpo son los ojos" decía Jesús. "Si tus ojos tuvieran luz, el mundo entero estaría iluminado, pero si estuvieran apagados, que grande sería la oscuridad". Con lo que concuerda Bernardo Soares: "Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos". El poeta inglés William Blake sabía eso y afirmó que "el tonto no ve el mismo árbol, que el sabio ve", es esa luz de los ojos la que nos hace ver el mundo. Ahora podemos comprender el sentido del consejo del filósofo danés. Como dice: "Usted es un pintor como Monet, por favor diga su edad, para que se sepa la luz que está bañando su cuadro... Así el lector puede ajustar sus propios ojos para verlo mejor" Kierkegaard se complacía en escribir a la luz de una vela, por eso sus textos están siempre impregnados de un juego de luz y sombra que invitan a la meditación. Fue un poeta quien me enseñó a convivir con las sombras. Yo le mostraba mis textos, de todos los cantos obscuros iluminados por claros, y él me decía horrorizado: "Demasiada luz, demasiada luz! por favor, un poco de sombra, un poco de neblina!" Sus palabras sonaban en mis oídos más como razones de un maestro pintor delante del lienzo de un aprendiz. Pero luego aprendí que esos son los poetas; pintores que en vez de tinta usan palabras para pintar sus cuadros. Y él me explicaba: "Un texto iluminado, claro, pone fin a la conversación; un texto de luz y sombras, al contrario, es una invitación a la meditación sin fin..." Quien entiende los consejos de Kierkegaard ciertamente no habrá entendido nada. Una interpretación literal de la exigencia de que el escritor declare su edad a sus oyentes, se reduce a la banalidad de que informe a sus lectores del número de años que ya vivió. El número de años que yo viviera es algo de lo que tenía clara conciencia aquella tarde en el metro, a buena hora, esa información estuvo guardada en el archivo de la memoria. Pero ésta saldría tan rápidamente en el mismo momento en que me preguntaran: "¿Cuál es su edad?" En aquella ocasión aún no conocía nada de Monet, Pero ahora viendo en retrospectiva, puedo afirmar que en aquel momento, me gané los ojos de Monet. Todo depende de los ojos, "No basta abrir la ventana para ver los campos y los ríos, No basta no ser ciego para ver los árboles y las flores" dice Alberto Caeiro. Todos los que pasaban por lo montes de heno que Monet pintaba veían los mismos montes de heno, pero no veían los mismos montes de heno. Ninguno de ellos tenía los ojos como los del pintor. La revelación no es la experiencia de ver cosas que no se veían antes. La calle, el jardín, el muro continúan siendo los mismos. Nada fue creciendo. En tanto todo estaba diferente. La calle da para otro mundo, el jardín acaba de nacer, el mundo fatigado se cubre de signos. Todo está bañado por una luz antiquísima y al mismo tiempo acaba de nacer. Nada cambió, sólo se cambiaron los ojos, por tanto todo cambió. Es la experiencia del satori la abertura del tercer ojo al que se refieren los pensadores zen.

Y los viejos se apasionarán de nuevo

Mi amigo no llegó a la hora marcada, me llamó diciendo que estaba en un velorio, llegó atrasado, sonriente, y me contó que afuera del velorio notaba cierta felicidad; pensé luego que el muerto debía haber sido un enemigo, no lo era, era un tío muy querido, persona dulce de 82 años. Y él me contó una historia de amor... en cuanto hablaba mis pensamientos retozaban, primero me acorde del amor de Florentino Ariza y de Firmina Dazza, después del amor de T.S Eliot y Valerie, todos ellos amores en su vejez. Amor de juventud es bonito pero no es de sorprender, joven al mismo tiempo que se apasiona. Romeo y Julieta es aquello que todo el mundo considera normal, pero el amor en la vejez nos da miedo porque nos revela que el corazón no envejece nunca, podemos morir, pero morimos jóvenes "el amor recompensado siempre rejuvenece" decía Eliot con el vigor y pasión a los 70 años... Está ahí, en "El amor en los tiempos del cólera" de Gabriel García Márquez, quien no lo ha leído está perdiendo una experiencia única de felicidad... era Florentino Ariza, un muchacho que se apasionó por Firmina Dazza, adolescente, amor temprano y vulnerable solo de lejos, la muchacha era vigilada, las cartas y promesas de amor intercambiados en lugares escondidos y en todo la promesa de felicidad de un abrazo algún día. Pero en los tiempos del cólera las cosas eran diferentes y el padre de Firmina le arreglo el matrimonio con el doctor Urbino, ilustre y próspero médico del lugar. Pobre Florentino, destrozado por la pasión inútil, de ahí en adelante viviendo en la esperanza loca de que algún día, no importara cuando Firmina sería suya. Fueron 51 años de espera hasta que el milagro aconteció, el doctor Urbino sin darse cuenta de que el tiempo pasaba, subió a una silla de equilibrio inestable para atrapar a un loro que había escapado de su jaula y se posó en lo alto de la rama del palo de mango. Ahí quedo, fue inesperado y fatal, quedo el doctor Urbino inmóvil en el suelo y roto del cuello. Entonces comenzó después de los tiempos de luto la historia más bonita de amor entre dos viejos, amor de vista y de palabra, de deleite en los deleites del cuerpo. Sé muy bien que es extraño. Simona de Beauvoir en su libro sobre la vejez dice que hay una cosa que no se perdona en los viejos, que ellos puedan amar con el mismo amor de los jóvenes. A los viejos está reservado otro tipo de amor, amor por los nietos, sonriendo siempre pacientemente, mirada resignada, esperando a la muerte, paseos lentos por los parques, horas jugando, paciencia, cabeceos entre las conversaciones. Pero cuando el viejo resucita, en su cuerpo surgen de nuevo las potencias adormecidas del amor ¡oh, los hijos se horrorizan! "estoy caduco"... La historia que mi amigo contó era parecida con Florentino y Firmina, solo que la espera fue mucho mayor. Amor que en la adolescencia se interrumpió, cada uno siguió un camino diferente, otros amores, familias. Pero el tiempo no lo logra disipar, la psicoanalista cree que en el subconsciente no existe el tiempo.... Somos eternamente jóvenes y de repente, ya en el crepúsculo, los árboles que todos juzgaban secos comienzan a echar brotes y a florecer. Se casaron él con 80 años y ella con 76 y van a vivir lejos, lejos de los ojos que no soportan el amor en la vejez. Y él a los 81 años volvió a estudiar violín, divina locura!!! Y volvió a reaprender las antiguas palabras y decía emocionado que si Dios le permitía vivir con ella apenas dos años, sería muy feliz. No ganó dos, pero tuvo uno... y me quedé pensando que ese año pudo haber sido semejante a aquellas experiencias raras que la gente tiene y que nos hacen brotar del fondo del alma aquel grito de satisfacción a la Zorba "valió la pena haber sido creado en el universo sólo por esta causa" Y fue el mismo que pasó con T. S Elliot que sólo encontró el amor el amor a los 68 años y a los 70 decía que antes de casarse se estaba haciendo viejo, pero ahora se sentía más joven que cuando tenía 60.
El amor tiene ese poder mágico de hacer el tiempo en sentido contrario, lo que envejece no es el tiempo, es la rutina, el enfado, la incapacidad de conmoverse ante la sonrisa de una mujer o de un hombre, pero ¿será incapacidad esto, o será otra cosa? que la sociedad entera enseña a los viejos que el tiempo del amor ya pasó, que el precio de ser amados por sus hijos y nietos ¿es la renuncia a sus sueños de amor? Comprendí la felicidad de mi amigo y también me puse feliz, aquel velorio fue como el acorde que se toca al final de una sonata, la culminación de la felicidad. Interesante que como regla, el movimiento final de las sonatas es un allegro atrás de los adagios lamentosos. La conclusión debe ser un embelesamiento de alegría. Si yo pudiera, aumentaría los libros sagrados en los lugares en donde los profetas tienen visiones de la felicidad mesiánica, ésta otra visión que imagino que hasta Dios mismo aprobaría con una sonrisa "Y los viejos se apasionarán de nuevo".

 

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