domingo, 2 de agosto de 2015

El hombre que vivía junto al cementerio y Qué costumbres tan salvajes de Sabina

Curiosamente yo escribí un cuento en donde también se creaban las condiciones para que se escaparan los muertos y regresaran a la vida!

Había una vez un hombre que vivía junto al cementerio.


 


Había una vez un hombre que vivía junto al cementerio. La casa era pequeña, una sala y una cocina en el primer piso y en el segundo el dormitorio de su madre y el suyo. Sin embargo era suficiente para su vida que consistía en levantarse muy temprano, estirar las sábanas, darse una lavada de cara, vestirse, saludar a la madre, tomar un café y marchar al trabajo, a Malaver la fábrica de botones. Le decían Zío porque Giovanni era un nombre que no le caía muy bien, era muy pomposo, un capricho de la madre que siempre había soñado con ser italiana.

Trabajaba de siete a cuatro y llegaba a su casa justo a la hora de los entierros.

Todavía existía la costumbre de llevar a los muertos en una carroza jalada por cuatro caballos blancos. Zío temblaba al oír la música inconfundible de los cascos sobre los adoquines.  ¿Quién habrá muerto? Se preguntaba, ¿ahora quién? Se asomaba a la puerta, se quitaba la gorra en señal de respeto colocándola sobre el pecho y bajaba la cabeza pero no los ojos que interrogaban al cochero ¿Quién?

Es un anciano, decía el cochero. Estaba ya muy enfermo. Es una mendiga, no tenía lugar en este mundo. Es una niña, era muy enfermiza, la pobre. Zío sentía un aleteo de rabia,  un deseo de retener el coche, sacar al muerto y hablarle, hacerle caricias, despertarlo. ¿Cómo así te das por vencido? ¿Cómo dejas que te lleve? ¿No has visto que ya empieza otra vez la primavera? Pero el coche no se detenía, al contrario avanzaba más rápido como para llegar pronto y dar fin a su labor. Al cabo de unos minutos, los familiares del muerto pasaban delante de la casa de Zío, siempre de prisa, cubiertos de lágrimas, resistiendo el calvario. Zío no podía irse a descansar hasta que la carroza regresase ya vacía. Al menos tres veces llegaba la carroza cada tarde.

¿Qué haces ahí? Le preguntaba la madre. ¿Quién te ha nombrado el encargado de despedirlos? Además nunca te persignas. Sólo pones esa cara de espanto que asustará a los muertos. Si ven que te haces la señal de la cruz, ellos entenderán que van al cielo, tendrán un poco menos de miedo. Ven Zío, deja eso, ayúdame que tengo que sacudir estos colchones y ya no tengo tanta fuerza como en otro tiempo.

Su madre moriría algún día. Entonces contrataría la carroza y los caballos para darle una vuelta por el pueblo. Se subiría junto al cochero, le pediría que por favor lo dejase manejar las riendas, darles la orden de avanzar, le pediría que los llevase hasta el lago porque siempre es hermoso al final de la tarde. Solo de pensar en la muerte de su madre Zío lloraba.

Luego del desfile de las carrozas se sentaba a comer, aunque de ver a los muertos se le quitaba un poco el hambre. Comían en silencio porque no había mucho que comentar. La sopa hirviendo que había que soplarla, el guiso, y el pan. Una vez que la madre levantaba los platos y pasaba un trapo para limpiar la mesa, Zío sacaba de una caja su colección de botones. Eran su tesoro, de colores brillantes, de distinto tamaño, unos con dos agujeros, otros con cuatro. Unas veces los ordenaba de acuerdo a su tamaño, otras de acuerdo al color. Una vez acomodados Zío les hablaba como si se tratase de personas que lo podían entender.

Hoy enterraron al señor Felipe, el dueño del restaurante. ¿De qué le habrá servido trabajar tantas horas para morirse así en un instante, para reventar como una granada y quedarse quieto para siempre? Estaba muy gordo, noté el peso en las llantas de la carroza que avanzaba con dificultad. Nunca fui a su  restaurante. Cobraba mucho y no estamos para botar el dinero. No se si la viuda seguirá atendiendo. A lo mejor cierra el local y se marcha, es una mujer bonita, una vez me sonrió. Zío iba guardando los botones y se quedaba solo con los rojos que eran sus favoritos. Solo a ustedes les voy  a confesar mis deseos, no quiero que escuchen los otros, he planeado algo, un día de estos me planto y no dejo que nadie entre al cementerio. A ver si se siguen muriendo si no tienen dónde enterrarlos. Zío sacaba otra vez los botones y los iba acomodando según su material, a un lado ponía los de metal, al otro los de poliester, con sumo cuidado separaba los perlados, los nacarados y los teñidos. Tenía unos en forma de flor y a los tostados y grises los llamaba mis ancianos.


Con la llegada de la primavera Zío decidió sembrar de flores el pequeño jardín de la fachada de la casa. Estuvo preguntando por todos lados cuales eran las flores de colores más intensos, las más hermosas, las que podían durar durante el invierno sin languidecer.  Uno de sus compañeros de trabajo le prestó un libro que enseñaba el lenguaje de las flores. Durante varios días Zío no puso sobre la mesa sus botones, estuvo más bien descifrando el libro, estudiando y tomando notas sobre el significado de las flores. Después fue al mercado a ver si encontraba las semillas. Sembró entonces campanillas de invierno que simbolizaban la esperanza. Sembró ambrosías, que según el libro significaban la vuelta del amor, helenios que eran como lágrimas, geranios escarlatas que sabían dar consuelo. Consiguió que brotaran infinidad de pensamientos y nomeolvides.  Sobre el alero de la puerta sembró una madreselva para recordarle a los muertos los lazos de amor. Puso Iris y Lilas y cubrió el suelo de confiadas violetas. Estuvo feliz al encontrar una  clase de rosal que daba rosas blancas y rojas expresando la mezcla de sentimientos porque así era como él se sentía respecto a los muertos. Tenía el deseo de despedirlos con sus hermosas flores pero a la vez el deseo de ser más poderoso, impedir que la muerte se lleve a las personas, enfrentarla, construir un muro para que la carroza tuviese al fin  que detenerse.

El jardín quedó realmente impresionante. Zío pasaba horas trabajando en él, manteniéndolo.  Las lluvias hicieron que brotasen todas las flores a la vez produciendo un desborde de color. Entonces el  cochero empezó a detenerse para admirar el jardín. Qué lindo ese clavel, ¿de qué clase es? Es un corazón que suspira, respondía Zío, lo sembré cuando murió de improviso esa joven de ojos negros. Y se admiraba frente al  Mirto. !Que hermoso está!  Representa el verdadero amor, explicaba Zío. Mientras el cochero se distraía con las flores, se le escapaban los muertos. Tenían tiempo de arrepentirse, de tomar una nueva bocanada de aire, aspirar la fragancia  de los hinojos que daban fuerza, de las amapolas que recuerdan los sueños, el olor a jazmín les llenaba los pulmones y salían corriendo hacia el pueblo sin dejar de recoger una magnolia, un iris blanco cargado de esperanza, un atado de hiedras.

 

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