Había una vez un hombre que vivía
junto al cementerio.
Había una vez un hombre que vivía junto al cementerio. La casa era
pequeña, una sala y una cocina en el primer piso y en el segundo el dormitorio
de su madre y el suyo. Sin embargo era suficiente para su vida que consistía en
levantarse muy temprano, estirar las sábanas, darse una lavada de cara,
vestirse, saludar a la madre, tomar un café y marchar al trabajo, a Malaver la
fábrica de botones. Le decían Zío porque Giovanni era un nombre que no le caía
muy bien, era muy pomposo, un capricho de la madre que siempre había soñado con
ser italiana.
Trabajaba de siete a cuatro y llegaba a su casa justo a la hora de los
entierros.
Todavía existía la costumbre de llevar a los muertos en una carroza
jalada por cuatro caballos blancos. Zío temblaba al oír la música inconfundible
de los cascos sobre los adoquines. ¿Quién habrá muerto? Se preguntaba, ¿ahora quién? Se asomaba a la puerta, se
quitaba la gorra en señal de respeto colocándola sobre el pecho y bajaba la
cabeza pero no los ojos que interrogaban al cochero ¿Quién?
Es un anciano, decía el cochero. Estaba ya muy enfermo. Es una
mendiga, no tenía lugar en este mundo.
Es una niña, era muy enfermiza, la pobre.
Zío sentía un aleteo de rabia, un deseo
de retener el coche, sacar al muerto y hablarle, hacerle caricias, despertarlo.
¿Cómo así te das por vencido? ¿Cómo dejas
que te lleve? ¿No has visto que ya
empieza otra vez la primavera? Pero el coche no se detenía, al contrario
avanzaba más rápido como para llegar pronto y dar fin a su labor. Al cabo de
unos minutos, los familiares del muerto pasaban delante de la casa de Zío,
siempre de prisa, cubiertos de lágrimas, resistiendo el calvario. Zío no podía
irse a descansar hasta que la carroza regresase ya vacía. Al menos tres veces
llegaba la carroza cada tarde.
¿Qué haces ahí? Le preguntaba la madre. ¿Quién te ha nombrado el encargado de despedirlos? Además nunca te
persignas. Sólo pones esa cara de espanto que asustará a los muertos. Si ven
que te haces la señal de la cruz, ellos entenderán que van al cielo, tendrán un
poco menos de miedo. Ven Zío, deja eso, ayúdame que tengo que sacudir estos
colchones y ya no tengo tanta fuerza como en otro tiempo.
Su madre moriría algún día. Entonces contrataría la carroza y los
caballos para darle una vuelta por el pueblo. Se subiría junto al cochero, le
pediría que por favor lo dejase manejar las riendas, darles la orden de
avanzar, le pediría que los llevase hasta el lago porque siempre es hermoso al
final de la tarde. Solo de pensar en la muerte de su madre Zío lloraba.
Luego del desfile de las carrozas se sentaba a comer, aunque de ver a
los muertos se le quitaba un poco el hambre. Comían en silencio porque no había
mucho que comentar. La sopa hirviendo que había que soplarla, el guiso, y el
pan. Una vez que la madre levantaba los platos y pasaba un trapo para limpiar
la mesa, Zío sacaba de una caja su colección de botones. Eran su tesoro, de
colores brillantes, de distinto tamaño, unos con dos agujeros, otros con
cuatro. Unas veces los ordenaba de acuerdo a su tamaño, otras de acuerdo al
color. Una vez acomodados Zío les hablaba como si se tratase de personas que lo
podían entender.
Hoy enterraron al señor
Felipe, el dueño del restaurante. ¿De qué le habrá servido trabajar tantas
horas para morirse así en un instante, para reventar como una granada y
quedarse quieto para siempre? Estaba muy gordo, noté el peso en las llantas de
la carroza que avanzaba con dificultad. Nunca fui a su restaurante. Cobraba mucho y no estamos para
botar el dinero. No se si la viuda seguirá atendiendo. A lo mejor cierra el
local y se marcha, es una mujer bonita, una vez me sonrió. Zío iba guardando los botones y se quedaba solo con
los rojos que eran sus favoritos. Solo a
ustedes les voy a confesar mis deseos,
no quiero que escuchen los otros, he planeado algo, un día de estos me planto y
no dejo que nadie entre al cementerio. A ver si se siguen muriendo si no tienen
dónde enterrarlos. Zío sacaba otra vez los botones y los iba acomodando
según su material, a un lado ponía los de metal, al otro los de poliester, con
sumo cuidado separaba los perlados, los nacarados y los teñidos. Tenía unos en
forma de flor y a los tostados y grises los llamaba mis ancianos.
Con la llegada de la primavera Zío decidió sembrar de flores el pequeño
jardín de la fachada de la casa. Estuvo preguntando por todos lados cuales eran
las flores de colores más intensos, las más hermosas, las que podían durar
durante el invierno sin languidecer. Uno
de sus compañeros de trabajo le prestó un libro que enseñaba el lenguaje de las
flores. Durante varios días Zío no puso sobre la mesa sus botones, estuvo más
bien descifrando el libro, estudiando y tomando notas sobre el significado de
las flores. Después fue al mercado a ver si encontraba las semillas. Sembró
entonces campanillas de invierno que simbolizaban la esperanza. Sembró
ambrosías, que según el libro significaban la vuelta del amor, helenios que
eran como lágrimas, geranios escarlatas que sabían dar consuelo. Consiguió que
brotaran infinidad de pensamientos y nomeolvides. Sobre el alero de la puerta sembró una
madreselva para recordarle a los muertos los lazos de amor. Puso Iris y Lilas y
cubrió el suelo de confiadas violetas. Estuvo feliz al encontrar una clase de rosal que daba rosas blancas y rojas
expresando la mezcla de sentimientos porque así era como él se sentía respecto
a los muertos. Tenía el deseo de despedirlos con sus hermosas flores pero a la
vez el deseo de ser más poderoso, impedir que la muerte se lleve a las
personas, enfrentarla, construir un muro para que la carroza tuviese al
fin que detenerse.
El jardín quedó realmente impresionante. Zío pasaba horas trabajando en
él, manteniéndolo. Las lluvias hicieron
que brotasen todas las flores a la vez produciendo un desborde de color.
Entonces el cochero empezó a detenerse
para admirar el jardín. Qué lindo ese
clavel, ¿de qué clase es? Es un
corazón que suspira, respondía Zío, lo sembré cuando murió de improviso esa
joven de ojos negros. Y se admiraba frente al Mirto. !Que hermoso está! Representa el
verdadero amor, explicaba Zío. Mientras
el cochero se distraía con las flores, se le escapaban los muertos. Tenían
tiempo de arrepentirse, de tomar una nueva bocanada de aire, aspirar la
fragancia de los hinojos que daban
fuerza, de las amapolas que recuerdan los sueños, el olor a jazmín les llenaba
los pulmones y salían corriendo hacia el pueblo sin dejar de recoger una
magnolia, un iris blanco cargado de esperanza, un atado de hiedras.
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