domingo, 30 de agosto de 2015

Un cuento de Griselda Gambaro de argentina

Jirafas
 

Por Griselda Gambaro
 
Si algo me molestaba era sentirme objeto de una observación constante. No porque pensara que querían meterse en mi vida o creyera que me espiaban con intenciones aviesas. Resultaba... no sé cómo decirlo, incómodo para mí que cada vez que saliera al patio las encontrara con la cabeza por encima del tapial. Era una familia rara. Yo saludaba: —Buen día– y jamás devolvían el saludo. Me costaba además enfrentar esas miradas tristes, de una melancolía infinita, que me lanzaban a través de las gruesas pestañas. Intuía que habían sufrido infortunios, pero todo el mundo padece los propios y no era el caso de compartirlos. Tampoco lo deseaban en apariencia. De ser así, me hubieran devuelto el saludo, iniciado una conversación. Estaban mudas. Yo me acercaba a la tapia, generalmente de noche, para tratar de retener unas palabras sueltas, el barullo de una discu­sión, algún jolgorio, el ruido del televisor encendido. Nada, no ponían ni siquiera la radio. En muchos as­pectos eran vecinas ideales. No reñían, jamás me despertó un escándalo, jamás tuve que golpearles la pared requiriéndoles decoro.
Sin embargo hubiera preferido otras vecinas. Temprano, en la mañana, cuando yo quería disfrutar del fresco en la soledad del patio que corría a lo lar­go de la casa, ya estaban ellas sometiéndome a su observación constante. Oteaban hacia el patio como lo habían hecho en la inmensidad de la sabana o de la estepa, con la misma atención.
Me incordiaban, y también me producían desaso­siego; esos ojos de extrema dulzura me contagiaban su melancolía. No sabía por qué miraban así, a un desconocido, a un extraño. Inexplicablemente, yo quería reparar esa melancolía, me sentía en deuda, responsable, como si la hubiera provocado en cierta forma, o encerrara un secreto que me concernía y yo fuera incapaz de comprender. Pero se limitaban a quedarse mudas, ni siquiera las oía hablar entre ellas cuando resultaba evidente que, como a cual­quier mortal, les sobraban temas de conversación, empezando por lo más cercano e inmediato: la sa­lud, la comida, la crianza. Y si despreciaban estos temas por menudos había otros disponibles en la inmensidad del universo. Ese mutismo, que se volvía más patente cuando se asomaban con las cabezas aladas por encima del tapial, contribuía a mi malhumor, sobre todo a mi tristeza.
En invierno desaparecieron por unos días. Hacía frío, había helado en la madrugada. Cayó después una lluvia entre relámpagos, tan copiosa que esfumó la luz en un instante. Empapándome hasta los huesos, tomé una escalera y la apoyé en el muro de ladrillos. Necesité un momento para acostumbrarme a la falta de luz. El terreno que lindaba con el mío estaba desierto. Lo contemplé a través de una cortina de agua, ni un pajarito ni una jirafa.
Al mediodía la lluvia había cesado. Insistí para una corroboración total, quizás habían emigrado o se habían ido de viaje. Mi ánimo se aligeró. Montado en la escalera, atisbé a la altura de mis ojos.
Bajo el cielo plomizo, las jirafas adultas, con de­licadeza increíble, rumiaban las hojas altas de una acacia espinosa y las crías, abriendo mucho las pa­tas, aprovechaban unas plantas rastreras. Con una lengua que medía metros, las jirafas adultas torcían las ramas acercándolas a la boca. Entonces, una de ellas me vio. Levantó todavía más el cuello, golpeó nerviosamente el anca con el penacho de la cola, y en seguida, estremeciéndose, las crías enderezaron las patas, se alzaron, y como si hubieran recibido un aviso, corrieron en tropel hacía la casa. Las otras las siguieron, desparramando agua de los charcos. Me sentí despechado, ellas podían mirarme a su antojo y yo no. ¿Qué significaba yo? ¿Un estorbo? ¿Una ame­naza, un intruso indeseable?
Me fui al campo, no demasiado lejos, apenas a unos kilómetros de distancia. Recogí montones de hojas de los árboles, arranqué tallos y plantas ras­treras, llené una bolsa y la traje en el auto. Cuando regresé, la tarde se había tornado diáfana, el sol borraba los rastros del frío. Las cabezas aparecieron sobre el tapial. Corrí a buscar la bolsa, exhibí con un gesto de ofrecimiento las hojas y los tallos. Creí que se mostrarían reconocidas. No obtuve un estreme­cimiento de las narices, tampoco una mirada codi­ciosa. Menos una palabra. Desaparecieron sin ruido.
No me permití sentirme afectado por una acti­tud que a primera vista hubiera podido entenderse como una manifestación de desprecio. Monté en la escalera cargando la bolsa. Había ido al campo, ha­bía regresado con generosas intenciones, y no me resignaba a la frustración.
Esparcí hojas, tallos y plantas rastreras a lo largo del tapial, en la parte alta. Al día siguiente, se las ha­bían comido. Ningún vestigio de verde, salvo un poco de musgo. Lo festejé: si habían aceptado la comida, no rechazarían mi presencia. La lógica me decía que este cambio de actitud iniciaría una nueva rela­ción entre nosotros, una relación de estima mutua, de pequeños favores. Guardé la esperanza de que no me desairaran cuando yo asomara la cabeza y, del mismo modo, cuando ellas lo hicieran accedieran a conversar, como con un buen vecino. Entraría­mos en confianza, una palabra llevaría a la otra, y entonces, yo podría formular aquella pregunta acu­ciante sobre la melancolía y la dulzura.
En un momento de la mañana, aparecieron to­das oteando como siempre por encima del tapial. Yo había tomado una decisión: las interpelaría directamente y deberían ser muy groseras para no contes­tarme. Me dirigí a la jirafa alta quien en apariencia tenía la voz cantante, era la que trasmitía mensajes en código con el penacho de la cola, su cuello se destacaba claramente por encima de la pared mos­trando su entramado de blancas líneas sobre la piel oscura. Inquirí por su estado de salud. Si me oyó, no lo supe. No le saqué una palabra. Su boca parecía sonreír pero ya había observado que era su expresión habitual y no significaba nada.
Esta situación me ensombrecía. Ellas me conta­giaban su tristeza y yo quería saber por lo menos qué infortunios la habían provocado y cómo podían seguir mirando no obstante con semejante dulzura. Nunca había conocido seres a quienes el dolor no agraviara. Después de tantas hojas y tallos, de tantos intentos de charla, era justo que conociera el secre­to de esa dulzura, si se debía a la conjunción de la pena y el consuelo, del dolor y la mansa aceptación del dolor. En el fondo, ya que esa tristeza me había caído de regalo, quería apropiarme de esa sabidu­ría que me faltaba, por qué en mí la melancolía era amarga y en ellas dulce como la miel.
Fui al campo y de nuevo hice acopio de hojas, de tallos, de plantas rastreras. En las primeras horas de la noche las esparcí sobre el tapial y al día siguiente habían dado cuenta hasta de la menor hojita.
Esto se transformó en una costumbre. Les procura­ba alimento y ellas se lo comían. El mío no era un tra­bajo menor. Esperé pacientemente para que les pudiera nacer la gratitud, hasta que una mañana, cuando se asomaron, pregunté: —Las hojas, ¿estaban buenas?
Debían de estar más que buenas, había observado que comían hojas con espinas, tallos duros, cuando yo les aportaba tiernos vegetales, primicias tempra­neras impregnadas de savia. Como cualquiera que emplea su tiempo en la atención de un semejante, esperaba una respuesta mínima.
Las otras siguieron oteando, sin concederme ninguna, pero la más alta inclinó la cabeza con los cuernitos dorados de pelambre, y lo tomé como una afirmación.
Ese día no obtuve más. Los sábados y domingos iba al campo, traía bolsas y bolsas de comida. Montado en la escalera, la disponía en cantidades generosas sobre la superficie del tapial. Cuando yo saludaba: —Buen día— y agregaba —¿Les alcanzó? ¿Comieron bien?— la más alta inclinaba la cabeza. Dirigiéndose a mí indudablemente, me miraba con esos ojos grandes y separados, pesarosos.
Un día pensé que era el momento justo para la pregunta crucial. Nada se interponía en el camino. Les había dado pruebas de afección, había tenido paciencia durante largos meses. Al cabo había conseguido un fruto no desdeñable: esas inclinaciones de cabeza de la jirafa alta, esas miradas de reconoci­miento. Pero ahora, con seguridad, intuyendo mi inquietud, ella ya estaría esperando que fuera al meo­llo del asunto para explayarse como una cotorra.
Entonces me atreví. —¿Por qué tanta melancolía? —pregunté. —Y esa dulzura.
De pronto hubiera querido volver atrás. Ante una interpelación demasiado tajante temí que hu­yera, que golpeara el anca con la cola empenacha­da y todas desaparecieran de golpe. Sin embargo, ella no varió de posición y debo decir que tampoco las demás que siguieron con sus rígidos y gracio­sos movimientos de cuello, cada una hacia dife­rentes lugares.
Mi pregunta había quedado sin respuesta. Con prudencia, bajando el tono, insistí en dirección a la jirafa alta. Sus orejas horizontales se movieron lige­ramente. Oí una especie de bufido y después la voz amable, un poco ronca.
Me asaltó un pasmo tal al oírla que tras tantos es­fuerzos por establecer un diálogo, estuve a punto de quedarme mudo. Aunque me aclaró aquel misterio sobre la melancolía y la dulzura, tampoco el diálogo se desarrolló como había imaginado. En cierta forma, había tenido todas las respuestas delante de los ojos incluso antes de que aparecieran las jirafas por enci­ma del tapial. Pero es así. Negándonos al sufrimiento, somos ciegos al color de lo evidente.
—¿Dulzura?— repitió, y guardó un largo silencio. No supe si se había distraído o rehusaba contestarme. Su boca sonreía. —Se tiene o no se tiene— terminó por decir.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Y la melancolía?— pregunté decepcionado.
—No sé. Dicen que se debe a las pestañas, tan grue­sas que nos velan los ojos.
—¿Las pestañas ?
—Nos dan esa expresión. Parece.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso
Fatigada, se le escapó un sonido ronco. —Ade­más...— dijo, y dejó la frase inconclusa. Dirigió una mirada de preocupación a las crías. Las espantó con un golpe de cola en el anca, como si quisiera proteger su inocencia, librarlas de un conocimien­to fatal.
—¿Además?— la alenté, el corazón apretado.
No me contestó hasta que las crías desaparecie­ron en la casa. Suspiró y volvió los ojos hacia mí. —Además... el mundo es triste—, y con esa boca cuya sonrisa no significaba nada, dulce y melancólicamen­te agregó: —¿No lo sabías?
 

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