A partir de cierta edad y
de unos cuantos muertos, lo único que hacemos es huir de los fantasmas. Primero
tuve que convencerme de que mi madre no se había convertido en uno. Durante
unos días, estuve (secretamente) convencida de que un gato negro que había
visto desde la ventana, un día que me levanté a beber agua a las cuatro de la
madrugada, era su reencarnación. El gato estaba inmóvil debajo de una farola y
me miraba fijamente. Finalmente llegué a la conclusión de que no debía de ser
mi madre porque:
1. Nosotros somos una
familia de perros de toda la vida. Una vez, yo, como acto de rebeldía, recogí a
un gato abandonado y, al cabo de pocos meses se tiró, literalmente, por el
balcón (no se mató, pero nuestra relación ya no volvió a ser la misma, ahora
vive con mi ex. La unión hace la fuerza). Mi madre, después de llorar un rato,
por si acaso se había muerto el gato, me dijo: “¿Ves como no se puede tener
gatos?”.
2. El gato no regresó. A la
noche siguiente, me puse el despertador a las cuatro y estuve esperando,
mirando por la ventana, pero no vino nadie. A las cinco volví a la cama. Mi
madre tenía muchos defectos, pero la impuntualidad no era uno de ellos.
La segunda señal inequívoca
que tuve de que no se había convertido en un ente sobrenatural fue un día
mientras charlábamos (imaginariamente, claro). Yo me lamentaba de echarla de
menos y ella me decía que me dejase de tonterías, que la vida me iba muy bien y
que era de pésima educación ser tan desagradecida. Al final me dijo: “¿Qué más
quieres?”. Y yo: “No sé, algo”.
Y justo en ese momento
exacto, recibí un mensaje de un tío que no es que me gustara muchísimo, pero
bueno, y pensé: “¡Ah! Esto sí que es una señal, me está diciendo que este tío,
a pesar de tener las manos pequeñas y de ser un pelín cursi, es el hombre de mi
vida”.
Entonces le respondí con
gran entusiasmo (no del modo despectivo habitual) y nunca más me volvió a decir
nada, ni una palabra. Y aunque todos en mi familia tenemos una cierta
propensión al sadismo en las relaciones (resultado, creo, de ver tantas
películas de Ingmar Bergman), mi madre nunca me hubiese lanzado a los brazos de
un hombre cursi. La crueldad tiene un límite.
En fin, me voy corriendo a
recoger a mi hijo a clase de ukelele. Este verano vamos a hacer cosas útiles,
nada de perder el tiempo como cada año.
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