domingo, 12 de julio de 2015

La niña y los pájaros gigantes con sombrerito

En Facebook me gusta poner a veces una imagen para empezar un cuento, puede salir un cuento colectivo o varios cuentos.  En esta oportunidad la que hizo el cuento fui yo y ahora lo comparto con ustedes.                 

La niña y los pájaros gigantes con sombrerito
 

 
 

                    Todas las mañana la niña se despertaba con dolor de cabeza. Le dolía como si se le hubiese incrustado una bola de acero, le latía la sien y sentía una máscara aprisionándole la cara.
Demás esta contarles que tomó varias pastillas de las que tenía en casa, pero que ninguna le hizo el menor efecto. Entonces fue a un doctor, y a otro y a otro. Todos le pedían que sacara la lengua, le miraban los ojos, la hacían pestañear, se acercaba el médico pegando su ojo sobre el de la niña usando un aparato curioso, le tocaban la cabeza por partes, por delante y por detrás, por arriba y por abajo. Y luego se quedaban meditando un rato y escribían en su recetario el nombre de algún nuevo medicamento que debía tomar. Algunos fueron difíciles de conseguir y la niña tuvo que caminar muchas cuadras, tomar un ómnibus y hasta un avión para llegar al sitio en el que los vendían. Hizo gárgaras, inhalaciones, tomó jarabes y también se puso unas dolorosas inyecciones. Pero nada, nada de nada, el dolor de cabeza no cedía y ella estaba cada día más triste y compungida.
También decidió ponerle nombre al dolor, le puso Antonino. Y le habló como si se tratase de un amigo pidiéndole que se retirase, que la dejase en paz. Luego subió la voz y casi a gritos le dijo que estaba harta, harta, harta, me entiendes, que quería ser una niña como cualquiera, quería sonreír, estudiar y jugar. El dolor se hizo el indiferente, levantó los hombros y no le hizo ningún caso.
Entonces la niña se sentó en el fondo de su jardín y se puso a jugar con unas piedritas aguantándose el llanto porque a ella le molestaba llorar. Apareció un pájaro negro y se puso a buscar gusanitos justo junto a las piedras que la niña escogía.

       ¿Sabes pajarito? Dijo la niña- Tengo mucho dolor de cabeza y no me puedo curar.
               ¿Acaso sabes que los pájaros tenemos dolores de cabeza? Respondió el pajarito. Pensé que era un secreto nuestro.
               No, no lo sabía, dijo la niña.

               ¿Te duele mucho? ¿Cómo si se te hubiese incrustado una bola de acero en tu cabeza? ¿Te late la sien y sientes como si tuvieses una máscara en la cara aprisionándotela?
               ¡Si, si! Dijo la niña. Lo has adivinado. ¿Acaso lees la mente de las personas?
               No, lo que pasa es que a nosotros los pájaros nos duele así, idéntico que a ti. ¿Ahora te duele la cabeza?

               No, porque estoy usando el sombrero mágico.

 

Fue cuando la niña se dio cuenta de que el pajarito tenía sobre su cabeza un sombrero pequeñito.
¿Puedes conseguir uno para mí?
               No. Tienes que buscarlo tú misma. Tienes que ir al bosque en donde los pájaros gigantes y pedirle al más listo de ellos que
te de uno. Con eso se te quitará el dolor.
               ¿Seguro?
               Seguro.
               ¿Y por donde queda ese bosque?
               Por ahí. Dijo el pajarito señalando hacia adelante. Que tengas suerte. Y para despedirla se puso a cantar una dulce melodía que acompañó a la niña durante gran parte de su recorrido.
El camino era largo, largo, largo y parecía no tener fin, pero la niña no se cansaba caminando, ni se hacía tarde, ni se hacía noche, de rato en rato se le acercaban mariposas, hormigas, algunos insectos, un grupo de abejas estuvo junto a ella mientras ella caminaba y caminaba. Hasta que al fin se cansó.

Abrió los ojos y vio que un mono la estaba mirando. Se rascaba la cabeza, como se la rascan los monos y la miraba como quien mira a alguien desconocido, extraño, nunca visto.
               ¿Qué clase de animal eres? Preguntó el mono.
               No soy un animal, soy una niña.
Respondió.
               ¿Y qué haces por acá tan lejos de los otros niños?
               Es que un pajarito me dijo que aquí encontraría el bosque de los pájaros gigantes con sombreros pequeñitos.
               Ah, sí, queda acá a la vuelta. Puedes ir, pero ten cuidado con el tigre rojo. Es malo y no creo que le gusten las niñas.
               ¿Tigre rojo? ¿También es gigante?
               Si, es enorme y tiene unas garras y unos colmillos que asustan a cualquiera.  Lo que nadie sabe es que ese tigre sale disparado si escucha silbar. ¿Sabes silbar?

               No, dijo la niña.
               Y entonces el mono con gran paciencia le fue enseñando a la niña a silbar, le mostraba como debía poner la boca cerrándola redondita pero no del todo para que por ahí saliese el soplido y pudiese sonar.

        No es asunto fácil aprender a silbar pero la niña era empeñosa y trató y trató hasta que salió el primer sonido, y luego otro y otro hasta que silbó como si hubiera sabido silbar desde hacía tiempo, desde el día en el que nació.
               No debes tener miedo al tigre rojo. Si te lo encuentras solo silbas y él se irá.
               La niña le regaló un pequeño espejo que tenía en su bolsillo y el mono al verse en el espejo sonrió y se despidió agradecido de la niña. La niña también estaba agradecida.
               Caminó hasta la esquina y entró al bosque de grandes árboles pero no había ni un solo pájaro ni grande ni pequeño ni gigante. Estaba vacío de animales el bosque. Hasta que de pronto sintió un gran viento sobre su cabeza y el cielo se oscureció. Eran los pájaros gigantes que llegaban quien sabe de dónde, de dar un paseo, un vuelo rasante sobre alguna ciudad o cerca al mar.
               Todos rodearon a la niña y hablaron sin parar. La niña no entendía ni una palabra.
               ¿Qué dirán, que dirán? Se decía.
               En una de esas todos los pájaros voltearon la cabeza y se pusieron a temblar.
               Es el tigre rojo, dijeron, no nos deja en paz y se echaron a volar.
               Llegó el tigre, la niña silbó y silbó hasta que el tigre se trepó a un árbol temeroso del silbido y de la niña y desde ahí le dijo:
               ¿A ti también te duele la cabeza?
               Si, dijo la niña, pero la verdad es que con tanta aventura, no había vuelto a pensar en su dolor.
               ¿Te duele a ti?
               Creo que soy el tigre rojo que tiene más dolor de cabeza que todos los tigres rojos juntos.                Y esos pájaros que se van apenas yo vengo. Me han dicho que ellos podrán ayudarme a curar mi dolor.

       Ellos te tienen miedo.
               ¿A mi? Si soy el tigre rojo más manso del mundo. Los tigres rojos somos mansísimos, más mansos que una paloma o que un perrito cachorro recién nacido.
               Yo también te tenía miedo, por eso silbé.

               Si, los silbidos me asustan. Pero ahora que ya somos amigos, podré bajar. Trata de no ponerte a silbar por favor.
               Bajaron al fin los pájaros negros gigantes cada uno con su sombrerito. Y quien sabe porqué al ver a la niña junto al tigre rojo ya no tuvieron miedo y se pusieron todos a conversar.
               Apenas se enteraron que la niña venía desde tan lejos a buscarlos y que el tigre era más manso y bueno que una paloma llamaron al más listo de los pájaros negros gigantes para que les diera un sombrerito a cada uno y ser los entregase en una ceremonia especial para que nunca más les volviese a doler la cabeza.

       El tigre rojo y la niña, el con sombrero azul y ella con sombrero verde se tomaron del brazo y dejaron el bosque cantando una hermosa canción de despedida. Hubiesen visto a los pájaros negros gigantes haciéndoles adiós con las alas.
               Demás está decirles que luego de vivir tan preciosa aventura la niña nunca más volvió a tener ni siquiera un dolor de cabeza muy chiquito.



La imagen pertenece al  ilustrador  Juan Carlos Palomino Macías

 

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