EL PAÍS
Bucarest
Llegar a esta urbe, para mí, es encontrarme por primera vez
en una ciudad de la literatura, pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo,
Norman Manea
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Imagen de la ciudad vieja de Bucarest.
En Bucarest, a la caída de la tarde, el aire fresco de mayo
olía a tilos florecidos. La imaginación, por sí sola, no produce más que
lugares comunes. Uno dice la palabra Bucarest y se imagina una capital de la
Europa del Este, entre austrohúngara y comunista, con edificios masivos,
deteriorados y severos, con un tiempo que suele ser de invierno gris. Pero
Bucarest, cuando se llega desde el aeropuerto, en una tarde de sol, parece una
ciudad del Levante, quizás de Grecia o Turquía, aunque poco a poco se vuelve
francesa, La París de los Balcanes, como dicen los guías. Uno llega a Bucarest,
como a tantos otros sitios, con su carga de lecturas y de expectativas
literarias, que tampoco le sirven de mucho, porque casi nunca una descripción
se parece a la realidad. Yo venía con mis lecturas, sobre todo las de los
diarios de Mihail Sebastian y los libros de Norman Manea, y con el recuerdo de
mis conversaciones con él, y también el de una novela rara y en parte fallida
de Saul Bellow, El diciembre del decano. En los diarios de Sebastian está la
Bucarest afrancesa y art déco de los años treinta que poco a poco se transforma
en el escenario de una pesadilla; la hermosa ciudad de cafés y caminatas con
amigos a altas horas de la noche sumergida de un día para otro en una negrura
de disidentes y judíos perseguidos y delatores y pistoleros fascistas. Bellow,
que estuvo en Bucarest hacia 1980, cuando todavía duraban las ruinas del
terremoto de 1977, dibuja una ciudad de fachadas en ruinas, de marrones y
grises que derivan al negro en anocheceres luctuosos a las tres de la tarde.
Para Norman Manea, Bucarest es la ciudad del miedo en los años de Ceausescu, la
capital todavía llena de bellezas pasadas de su primera juventud, la ciudad
reconocida y a la vez extranjera a la que volvió después de muchos años de
exilio.
De modo que llegar a Bucarest, para mí, es encontrarme por
primera vez en una ciudad de la literatura y de los documentales históricos,
pero sobre todo asomarme a la vida de un amigo. Con Norman Manea he estado
muchas veces en Nueva York y algunas en Madrid, pero es solo ahora cuando voy a
encontrarme con él en su ciudad, entre la gente que habla el idioma para mí
impenetrable en que él escribe, en la cultura donde se formó y de la que eligió
irse y a la que vuelve de vez en cuando, en parte con una gran efusión
sentimental, en parte con desconfianza. Es aquí donde conoció la opresión
irrespirable, la vigilancia policial, el chantaje del miedo, la claustrofobia
de la tiranía. Pero también es aquí donde fue muy joven y donde fue
descubriendo su vocación por la literatura y por la libertad de espíritu, donde
conoció el amor y la amistad. Hemos venido a Bucarest para acompañar a Norman y
a Cella, su esposa, porque él cumple 80 años y se le ofrece un homenaje. Norman
tiene el pelo muy blanco y una piel muy pálida sin arrugas, una sonrisa de
cordialidad y de burla. Acostumbrados a escucharlo hablar en inglés se nos vuelve
extraña su voz en rumano. Aquí percibimos mejor que en ninguna otra parte la
conexión entre su literatura y su biografía, entre las lealtades y las ataduras
de su origen y la dimensión liberadora de su desarraigo.
Le complace que le contemos nuestra primera impresión
favorable de su ciudad, el contraste con las expectativas sombrías. Bucarest,
en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes, de bulevares muy anchos con
avenidas de grandes arboledas y jardines fértiles que se desbordan sobre las
verjas de villas unas veces recién pintadas y otras hundidas en el abandono. En
Bucarest coexisten desordenadamente la belleza y la ruina, el esplendor vegetal
y la nobleza afrancesada de la arquitectura y los barrios de bloques idénticos
con fachadas agrietadas y ropa colgada en los balcones. Hay algo de París y de
Buenos Aires en algunas perspectivas, y hay también algo que le hace pensar a
uno en la vitalidad y la cochambre de Atenas o de Estambul, aunque en mi caso
esta sea una comparación imaginaria.
Bucarest, en mayo, es una ciudad de parques deslumbrantes,
de bulevares muy anchos con avenidas de grandes arboledas y jardines fértiles
Y de repente donde te encuentras es en otra de las ciudades
en las que no has estado nunca, Pyongyang. Parece que el dictador Ceausescu,
cuando visitó Corea del Norte, decidió copiar los espectáculos de masas y la
magnificencia funeraria de las arquitecturas erigidas en honor de su amigo y
correligionario Kim Il-sung. La ambición constructiva es otro de los variados
delirios que comparten los déspotas comunistas y fascistas. A la mañana
siguiente del homenaje a Norman el cielo se había vuelto bajo y gris y había
una llovizna fría, y a nosotros nos venció la tentación morbosa o la curiosidad
de visitar el Palacio del Pueblo, la sede ahora del Parlamento rumano, el
edificio que Ceausescu y su esposa, Elena, decidieron que sería su mayor legado
para la posteridad. De nuevo se ve un confrontado con la incompetencia de la
imaginación: el horror literal de la realidad es insuperable. Uno ha visto
fotos y documentales, ha leído descripciones: nada lo prepara para el encuentro
con una monstruosidad que es al mismo tiempo aterradora y ridícula, amenazante
como los edificios que diseñaba Albert Speer para Hitler o como un mausoleo de
un sátrapa comunista y ridículo en la vulgaridad de su desmesura como el
palacete de un narcotraficante en una urbanización de lujo.
Unidos a un grupo de turistas escuchamos las explicaciones
de un guía que camina con destreza hacia atrás, sobre una alfombra roja que se
pierde en las lejanías vaticanas de un corredor con candelabros y mármoles. El
guía anda hacia atrás para mirarnos de frente mientras enumera de memoria, no
sin cierto orgullo, cifras insensatas: este es el segundo edificio más grande
del mundo después del Pentágono; el tercero más voluminoso, después del hangar
de ensamblaje de cohetes en Cabo Cañaveral y del Templo de la Serpiente
Emplumada de Teotihuacán, y por delante de la pirámide de Keops; es la única
construcción terrestre visible desde la Luna; tiene 1.100 habitaciones; su
gasto anual en electricidad es equivalente al de una ciudad intermedia.
Asomados a un balcón que da a una plaza enorme, a un círculo
de edificios gigantescos e idénticos, a una avenida que se pierde en la bruma,
el guía nos dice que para construir este entramado monumental y urbano se
arrasó una quinta parte de la ciudad histórica, y se destruyeron 40.000
viviendas, expulsando sin miramientos a quienes las habitaban. Al final de la
avenida estaba proyectado un momento ciplópeo dedicado a la victoria del
socialismo. Rupert Murdoch quiso comprar el palacio por 1.000 millones de euros
para convertirlo en un casino. Hay algo de lujo imbécil de casino en esta
inmensidad de dorados, escalinatas y mármoles. La mayor parte de los 1.100
salones no se han usado nunca. Pienso en Norman Manea, un hombre frágil y solo
que escribía para nadie en un cuarto sin calefacción de esta ciudad, que
resistía sin humillarse, mientras decenas de miles de siervos trabajaban para
levantar el palacio que el tirano no llegó a ocupar nunca.
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