de Robert Louis Stevenson
Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe;
porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto; pero
su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe
el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y
activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela; además era un
marinero de primera clase que había trabajado durante algún tiempo en los
vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente,
a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades
extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.
San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto
y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una
colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina
con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes
casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!», iba
pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no
necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando
llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy
bien acabada y tan bonita como un juguete; los escalones de la entrada
brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las
ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo, maravillándose de la
excelencia de todo. Al pararse, se dio cuenta de que un hombre le estaba
mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a
un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de
barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo
cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a
Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.
De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un
gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.
–Es muy hermosa esta casa mía –dijo el hombre, suspirando
amargamente–. ¿No le gustaría ver las habitaciones?
Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el
sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y
Keawe manifestó su gran admiración.
–Esta casa –dijo Keawe– es en verdad muy hermosa; si yo
viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces,
que no haga usted más que suspirar?
–No hay ninguna razón –dijo el hombre–, para que no tenga
una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee
usted algún dinero, ¿no es cierto?
–Tengo cincuenta dólares –dijo Keawe–, pero una casa como
ésta costará más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
–Siento que no tenga más –dijo–, porque eso podría causarle
problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
–¿La casa? –preguntó Keawe.
–No, la casa no –replicó el hombre–; la botella. Porque debo
decirle que aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que
poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe
mucho más de una pinta.
Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de
panza redonda con un cuello muy largo; el cristal era de un color blanco como
el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior
había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.
–Ésta es la botella –dijo el hombre; y, cuando Keawe se echó
a reír, añadió–: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.
De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando
contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le
sucedía.
–Es una cosa bien extraña –dijo Keawe–, porque tanto por su
aspecto como al tacto se diría que es de cristal.
–Es de cristal –replicó el hombre, suspirando más hondamente
que nunca–, pero de un cristal templado en las llamas del infierno. Un diablo
vive en ella y la sombra que vemos moverse es la suya, al menos lo creo yo.
Cuando un hombre compra esta botella, el diablo se pone a su servicio; todo lo
que esa persona desee, amor, fama, dinero, casas como ésta o una ciudad como
San Francisco, será suyo con sólo pedirlo. Napoleón tuvo esta botella, y gracias
a su virtud llegó a ser el rey del mundo; pero la vendió al final y fracasó. El
capitán Cook también la tuvo, y por ella descubrió tantas islas; pero también
él la vendió, y por eso lo asesinaron en Hawaii. Porque al vender la botella
desaparecen el poder y la protección; y a no ser que un hombre esté contento
con lo que tiene, acaba por sucederle algo.
–Y sin embargo, ¿habla usted de venderla? –dijo Keawe.
–Tengo todo lo que quiero y me estoy haciendo viejo
–respondió el hombre–. Hay una cosa que el diablo de la botella no puede
hacer... y es prolongar la vida; y, no sería justo ocultárselo a usted, la
botella tiene un inconveniente; porque si un hombre muere antes de venderla,
arderá para siempre en el infierno.
–Sí que es un inconveniente, no cabe duda –exclamó Keawe–. Y
no quisiera verme mezclado en ese asunto. No me importa demasiado tener una
casa, gracias a Dios; pero hay una cosa que sí me importa muchísimo, y es
condenarme.
–No vaya usted tan de prisa, amigo mío –contestó el hombre–.
Todo lo que tiene que hacer es usar el poder de la botella con moderación,
venderla después a alguna persona como estoy haciendo yo ahora y terminar su
vida cómodamente.
–Pues yo observo dos cosas –dijo Keawe–. Una es que se pasa
usted todo el tiempo suspirando como una doncella enamorada; y la otra que
vende usted la botella demasiado barata.
–Ya le he explicado por qué suspiro –dijo el hombre–. Temo
que mi salud esté empeorando; y, como ha dicho usted mismo, morir e irse al
infierno es una desgracia para cualquiera. En cuanto a venderla tan barara,
tengo que explicarle una peculiaridad que tiene esta botella. Hace mucho
tiempo, cuando Satanás la trajo a la tierra, era extraordinariamente cara, y
fue el Preste Juan el primero que la compró por muchos millones de dólares;
pero sólo puede venderse si se pierde dinero en la transacción. Si se vende por
lo mismo que se ha pagado por ella, vuelve al anterior propietario como si se
tratara de una paloma mensajera. De ahí se sigue que el precio haya ido
disminuyendo con el paso de los siglos y que ahora la botella resulte
francamente barata. Yo se la compré a uno de los ricos propietarios que viven
en esta colina y sólo pagué noventa dólares. Podría venderla hasta por ochenta
y nueve dólares y noventa centavos, pero ni un céntimo más; de lo contrario la
botella volvería a mí. Ahora bien, esto trae consigo dos problemas. Primero,
que cuando se ofrece una botella tan singular por ochenta dólares y pico, la
gente supone que uno está bromeando. Y segundo... , pero como eso no corre prisa
que lo sepa, no hace falta que se lo explique ahora. Recuerde tan sólo que
tiene que venderla por moneda acuñada.
–¿Cómo sé que todo eso es verdad? –preguntó Keawe.
–Hay algo que puede usted comprobar inmediatamente –replicó
el otro–. Deme sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que los cincuenta
dólares vuelvan a su bolsillo. Si no sucede así, le doy mi palabra de honor de
que consideraré inválido el trato y le devolveré el dinero.
–¿No me ésta engañando? –dijo Keawe.
El hombre confirmó sus palabras con un solemne juramento.
–Bueno; me arriesgaré a eso –dijo Keawe–, porque no me puede
pasar nada malo.
Acto seguido le dio su dinero al hombre y el hombre le pasó
la botella.
–Diablo de la botella –dijo Keawe–, quiero recobrar mis
cincuenta dólares.
Y, efectivamente, apenas había terminado la frase, cuando su
bolsillo pesaba ya lo mismo que antes.
–No hay duda de que es una botella maravillosa –dijo Keawe.
–Y ahora muy buenos días, mi querido amigo, ¡y que el diablo
le acompañe! –dijo el hombre.
–Un momento –dijo Keawe–, yo ya me he divertido bastante.
Tenga su botella.
–La ha comprado usted por menos de lo que yo pagué –replicó
el hombre, frotándose las manos–. La botella es completamente suya; y, por mi
parte, lo único que deseo es perderlo de vista cuanto antes.
Con lo que llamó a su criado chino e hizo que acompañara a
Keawe hasta la puerta.
Cuando Keawe se encontró en la calle con la botella bajo el
brazo, empezó a pensar. «Si es verdad todo lo que me han dicho de esta botella,
puede que haya hecho un pésimo negocio», se dijo a sí mismo. «Pero quizá ese
hombre me haya engañado». Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era
exacta: cuarenta y nueve dólares en moneda americana y una pieza de Chile.
«Parece que eso es verdad», se dijo Keawe. «Veamos otro punto.»
Las calles de aquella parte de la ciudad estaban tan limpias
como las cubiertas de un barco, y aunque era mediodía, tampoco se veía ningún
pasajero. Keawe puso la botella en una alcantarilla y se alejó. Dos veces miró
para atrás, y allí estaba la botella de color lechoso y panza redonda, en el
sitio donde la había dejado. Miró por tercera vez y después dobló la esquina;
pero apenas lo había hecho cuando algo le golpeó el codo, y ¡no era otra cosa
que el largo cuello de la botella! En cuanto a la redonda panza, estaba bien
encajada en el bolsillo de su chaqueta de piloto.
–Parece que también esto es verdad –dijo Keawe.
La siguiente cosa que hizo fue comprar un sacacorchos en una
tienda y retirarse a un sitio oculto en medio del campo. Una vez allí intentó
sacar el corcho, pero cada vez que lo intentaba la espiral salía otra vez y el
corcho seguía tan entero como al empezar.
–Este corcho es distinto de todos los demás –dijo Keawe, e
inmediabamente empezó a temblar y a sudar, porque la botella le daba miedo.
Camino del puerto, vio una tienda donde un hombre vendía
conchas y mazas de islas salvajes, viejas imágenes de dioses paganos, monedas
antiguas, pinturas de China y Japón y todas esas cosas que los marineros llevan
en sus baúles. En seguida se le ocurrió una idea. Entró y le ofreció la botella
al dueño por cien dólares. El otro se rió de él al principio, y le ofreció
cinco; pero, en realidad, la botella era muy curiosa: ninguna boca humana había
soplado nunca un vidrio como aquél, ni cabía imaginar unos colores más bonitos
que los que brillaban bajo su blanco lechoso, ni una sombra más extraña que la
que daba vueltas en su centro; de manera que, después de regatear durante un
rato a la manera de los de su profesión, el dueño de la tienda le compró la
botella a Keawe por sesenta dólares y la colocó en un estante en el centro del
escaparate.
–Ahora –dijo Keawe– he vendido por sesenta dólares lo que
compré por cincuenta o, para ser más exactos, por un poco menos, porque uno de
mis dólares venía de Chile. En seguida averiguaré la verdad sobre otro punto.
Así que volvió a su barco y, cuando abrió su baúl, allí
estaba la botella, que había llegado antes que él.
En aquel barco Keawe tenía un compañero que se llamaba
Lopaka.
–¿Qué te sucede –le preguntó Lopaka– que miras el baúl tan
fijamente?
Estaban solos en el castillo de proa. Keawe le hizo prometer
que guardaría el secreto y se lo contó todo.
–Es un asunto muy extraño –dijo Lopaka–; y me temo que vas a
tener dificultades con esa botella. Pero una cosa está muy clara: puesto que
tienes asegurados los problemas, será mejor que obtengas también los
beneficios. Decide qué es lo que deseas; da la orden y si resulta tal como
quieres, yo mismo te compraré la botella; porque a mí me gustaría tener un velero
y dedicarme a comerciar entre las islas.
–No es eso lo que me interesa –dijo Keawe–. Quiero una
hermosa casa y un jardín en la costa de Kona, donde nací; y quiero que brille
el sol sobre la puerta, y que haya flores en el jardín, cristales en las ventanas,
cuadros en las paredes, y adornos y tapetes de telas muy finas sobre las mesas;
exactamente igual que la casa donde estuve hoy; sólo que un piso más alta y con
balcones alrededor, como en el palacio del rey; y que pueda vivir allí sin
preocupaciones de ninguna clase y divertirme con mis amigos y parientes.
–Bien –dijo Lopaka–, volvamos con la botella a Hawaii; y si
todo resulta verdad como tú supones, te compraré la botella, como ya he dicho,
y pediré una goleta.
Quedaron de acuerdo en esto y antes de que pasara mucho
tiempo el barco regresó a Honolulú, llevando consigo a Keawe, a Lopaka y a la
botella. Apenas habían desembarcado cuando encontraron en la playa a un amigo
que inmediatamente empezó a dar el pésame a Keawe.
–No sé por qué me estás dando el pésame –dijo Keawe.
–¿Es posible que no te hayas enterado –dijo el amigo– de que
tu tío, aquel hombre tan bueno, ha muerto; y de que tu primo, aquel muchacho
tan bien parecido, se ha ahogado en el mar?
Keawe lo sintió mucho y al ponerse a llorar y a lamentarse,
se olvidó de la botella. Pero Lopaka estuvo reflexionando y cuando su amigo se
calmó un poco, le habló así:
–¿No es cierto que tu tío tenía tierras en Hawaii, en el
distrito de Kaü?
–No –dijo Keawe–; en Kaü, no: están en la zona de las
montañas, un poco al sur de Hookena.
–Esas tierras, ¿pasarán a ser tuyas? –preguntó Lopaka.
–Así es –dijo Keawe, y empezó otra vez a llorar la muerte de
sus familiares.
–No –dijo Lopaka–; no te lamentes ahora. Se me ocurre una
cosa. ¿Y si todo esto fuera obra de la botella? Porque ya tienes preparado el
sitio para hacer la casa.
–Si es así –exclamó Keawe–, la botella me hace un flaco
servicio matando a mis parientes. Pero puede que sea cierto, porque fue en un
sitio así donde vi la casa con la imaginación.
–La casa, sin embargo, todavía no está construida –dijo
Lopaka.
–¡Y probablemente no lo estará nunca! –dijo Keawe–, porque
si bien mi tío tenía algo de café, ava y plátanos, no será más que lo justo
para que yo viva cómodamente; y el resto de esa tierra es de lava negra.
–Vayamos al abogado –dijo Lopaka–. Porque yo sigo pensando
lo mismo.
Al hablar con el abogado, se enteraron de que el tío de
Keawe se había hecho enormemente rico en los últimos tiempos y que le dejaba
dinero en abundancia.
–¡Ya tienes el dinero para la casa! –exclamó Lopaka.
–Si está usted pensando en construir una casa –dijo el
abogado–, aquí está la tarjeta de un arquitecto nuevo del que me cuentan
grandes cosas.
–¡Cada vez mejor! –exclamó Lopaka–. Está todo muy claro.
Sigamos obedeciendo órdenes.
De manera que fueron a ver al arquitecto, que tenía
diferentes proyectos de casas sobre la mesa.
–Usted desea algo fuera de lo corriente –dijo el
arquitecto–. ¿Qué le parece esto?
Y le pasó a Keawe uno de los dibujos.
Cuando Keawe lo vio, dejó escapar una exclamación, porque
representaba exactamente lo que él había visto con la imaginación.
«Ésta es la casa que quiero», pensó Keawe. «A pesar de lo
poco que me gusta cómo viene a parar a mis manos, ésta es la casa, y más vale
que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que le dijo al arquitecto todo lo que quería, y
cómo deseaba amueblar la casa, y los cuadros que había que poner en las paredes
y las figuritas para las mesas; y luego le preguntó sin rodeos cuánto le
llevaría por hacerlo todo.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, cogió una pluma e
hizo un cálculo; y al terminar pidió a Lopaka y Keawe se miraron el uno al otro
y asintieron con la cabeza.
«Está bien claro, –pensó Keawe–, que voy a tener esta casa,
tanto si quiero como si no. Viene del diablo y temo que nada bueno salga de
ello; y si de algo estoy seguro es de que no voy a formular más deseos mientras
siga teniendo esta botella. Pero de la casa ya no me puedo librar y más valdrá
que acepte lo bueno junto con lo malo.»
De manera que llegó a un acuerdo con el arquitecto y
firmaron un documento. Keawe y Lopaka se embarcaron otra vez camino de
Australia; porque habían decidido entre ellos que no intervendrían en absoluto,
dejarían que el arquitecto y el diablo de la botella construyeran y decoraran
aquella casa como mejor les pareciese.
El viaje fue bueno, aunque Keawe estuvo todo el tiempo
conteniendo la respiración, porque había jurado que no formularía más deseos ni
recibiría más favores del diablo. Se había cumplido ya el plazo cuando regresaron.
El arquitecto les dijo que la casa estaba lista y Keawe y Lopaka tomaron pasaje
en el Hall camino de Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho
exactamente de acuerdo con la idea que Keawe tenía en la cabeza.
La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde
el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la
lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados
los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de
todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del
pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil
de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con
amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de
excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado.
Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban
cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las
mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del
mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas
de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de
extraordinaria calidad; relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos
que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de
todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener
los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes
habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan
amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio;
y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde
llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las
flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar,
contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por
semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o las goletas
siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.
Después de verlo todo, Keawe y Lopaka se sentaron en el
porche. –Bien –preguntó Lopaka–, ¿está todo tal como lo habías planeado?
–No hay palabras para expresarlo –contestó Keawe–. Es mejor
de lo que había soñado y estoy que reviento de satisfacción.
–Sólo queda una cosa por considerar –dijo Lopaka–; todo esto
puede haber sucedido de manera perfectamente natural, sin que el diablo de la
botella haya tenido nada que ver. Si comprara la botella y me quedara sin la
goleta, habría puesto la mano en el fuego para nada. Te di mi palabra, lo sé:
pero creo que no deberías negarme una prueba más.
–He jurado que no aceptaré más favores –dijo Keawe–. Creo
que ya estoy sufcientemente comprometido.
–No pensaba en un favor –replicó Lopaka–. Quisiera ver yo
mismo al diablo de la botella. No hay ninguna ventaja en ello y por tanto
tampoco hay nada de qué avergonzarse; sin embargo, si llego a verlo una vez,
quedaré convencido del todo. Así que accede a mi deseo y déjame ver al diablo;
el dinero lo tengo aquí mismo y después de esto te compraré la botella.
–Sólo hay una cosa que me da miedo –dijo Keawe–. EI diablo
puede ser una cosa horrible de ver; y si le pones el ojo encima quizá no tengas
ya ninguna gana de quedarte con la botella.
–Soy una persona de palabra –dijo Lopaka–. Y aquí dejo el
dinero, entre los dos.
–Muy bien –replicó Keawe–. Yo también siento curiosidad. De
manera que, vamos a ver: déjenos mirarlo, señor Diablo.
Tan pronto como lo dijo, el diablo salió de la botella y
volvió a meterse, tan rápidamente como un lagarto; Keawe y Lopaka quedaron
petrificados. Se hizo completamente de noche antes de que a cualquiera de los
dos se le ocurriera algo que decir o hallaran la voz para decirlo: luego Lopaka
empujó el dinero hacia Keawe y recogió la botella.
–Soy hombre de palabra –dijo–, y bien puedes creerlo, porque
de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bien, conseguiré mi
goleta y unos dólares para el bolsillo; luego me desharé de este demonio tan
pronto como pueda. Porque, si tengo que decirte la verdad, verlo me ha dejado
muy abatido.
–Lopaka –dijo Keawe–, procura no pensar demasiado mal de mí;
sé que es de noche, que los caminos están mal y que el desfiladero junto a las
tumbas no es un buen sitio para cruzarlo tan tarde, pero confieso que desde que
he visto el rostro de ese diablo, no podré comer ni dormir ni rezar hasta que
te lo hayas llevado. Voy a darte una linterna, una cesta para poner la botella
y cualquier cuadro o adorno de la casa que te guste; después quiero que marches
inmediatamente y vayas a dormir a Hookena con Nahinu.
–Keawe –dijo Lopaka–, muchos hombres se enfadarían por una
cosa así; sobre todo después de hacerte un favor tan grande como es mantener la
palabra y comprar la botella; y en cuanto a ser de noche, a la oscuridad y al
camino junto a las tumbas, todas esas circunstancias tienen que ser diez veces
más peligrosas para un hombre con semejante pecado sobre su conciencia y una
botella como ésta bajo el brazo. Pero como yo también estoy muy asustado, no me
siento capaz de acusarte. Me iré ahora mismo; y le pido a Dios que seas feliz
en tu casa y yo afortunado con mi goleta, y que los dos vayamos al cielo al
final a pesar del demonio y de su botella.
De manera que Lopaka bajó de la montaña; Keawe, por su
parte, salió al balcón delantero; estuvo escuchando el ruido de las herraduras
y vio la luz de la linterna cuando Lopaka pasaba junto al risco donde están las
tumbas de otras épocas; durante todo el tiempo Keawe temblaba, se retorcía las
manos y rezaba por su amigo, dando gracias a Dios por haber escapado él mismo
de aquel peligro.
Pero al día siguiente hizo un tiempo muy hermoso, y la casa
nueva era tan agradable que Keawe se olvidó de sus terrores. Fueron pasando los
días y Keawe vivía allí en perpetua alegría. Le gustaba sentarse en el porche
de atrás; allí comía, reposaba y leía las historias que contaban los periódicos
de Honolulú; pero cuando llegaba alguien a verle, entraba en la casa para
enseñarle las habitaciones y los cuadros. Y la fama de la casa se extendió por
todas partes; la llamaban Ka–Hale Nui –la Casa Grande– en todo Kona; y a veces
la Casa Resplandeciente, porque Keawe tenía a su servicio a un chino que se
pasaba todo el día limpiando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, y
los dorados, y las telas finas y los cuadros brillaban tanto como una mañana
soleada. En cuanto a Keawe mismo, se le ensanchaba tanto el corazón con la casa
que no podía pasear por las habitaciones sin ponerse a cantar; y cuando
aparecía algún barco en el mar, izaba su estandarte en el mástil.
Así iba pasando el tiempo, hasta que un día Keawe fue a
Kailua para visitar a uno de sus amigos. Le hicieron un gran agasajo, pero él
se marchó lo antes que pudo a la mañana siguiente y cabalgó muy de prisa,
porque estaba impaciente por ver de nuevo su hermosa casa; y, además, la noche
de aquel día era la noche en que los muertos de antaño salen por los
alrededores de Kona; y el haber tenido ya tratos con el demonio hacía que Keawe
tuviera muy pocos deseos de tropezarse con los muertos. Un poco más allá de
Honaunau, al mirar a lo lejos, advirtió la presencia de una mujer que se bañaba
a la orilla del mar. Parecía una muchacha bien desarrollada, pero Keawe no
pensó mucho en ello. Luego vio ondear su camisa blanca mientras se la ponía, y
después su holoku rojo; cuando Keawe llegó a su altura, la joven había
terminado de arreglarse y, alejándose del mar, se había colocado junto al
camino con su holoku rojo; el baño la había tonificado y los ojos le brillaban,
llenos de amabilidad. Nada más verla Keawe tiró de las riendas a su caballo.
–Creía conocer a todo el mundo en esta zona –dijo él–. ¿Cómo
es que a ti no te conozco?
–Soy Kokúa, hija de Kiano –respondió la muchacha–, y acabo
de regresar de Oahu. ¿Quién es usted?
–Te lo diré dentro de un poco –dijo Keawe, desmontando del
caballo–, pero no ahora mismo. Porque tengo una idea y si te dijera quién soy,
como es posible que hayas oído hablar de mí, quizá al preguntarte no me dieras
una respuesta sincera. Pero antes de nada dime una cosa: ¿estás casada?
Al oír esto, Kokúa se echó a reír.
–Parece que es usted quien hace todas las preguntas –dijo
ella–. Y usted, ¿está casado?
–No, Kokúa, desde luego que no –replicó Keawe–, y nunca he
pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he
encontrado aquí junto al camino y, al ver tus ojos que son como estrellas, mi
corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que, si ahora
no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco
peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche
en casa de tu padre y mañana hablaré con él.
Kokúa no dijo una palabra, pero miró hacia el mar y se echó
a reír.
–Kokúa –dijo Keawe–, si no dices nada, consideraré que tu
silencio es una respuesta favorable; asi que pongámonos en camino hacia la casa
de tu padre.
Ella fue delante de él sin decir nada; sólo de vez en cuando
miraba para atrás y luego volvía a apartar la vista; y todo el tiempo llevaba
en la boca las cintas del sombrero.
Cuando llegaron a la puerta, Kiano salió a la veranda y dio
la bienvenida a Keawe llamándolo por su nombre. Al oírlo la muchacha se le
quedó mirando, porque la fama de la gran casa había llegado a sus oídos; y no
hace falta decir que era una gran tentación. Pasaron todos juntos la velada muy
alegremente; y la muchacha se mostró muy descarada en presencia de sus padres y
estuvo burlándose de Keawe porque tenía un ingenio muy vivo. Al día siguiente
Keawe habló con Kiano y después tuvo ocasión de quedarse a solas con la
muchacha.
–Kokúa –dijo él–, ayer estuviste burlándote de mí durante
toda la velada; y todavía estás a tiempo de despedirme. No quise decirte quién
era porque tengo una casa muy hermosa y temía que pensaras demasiado en la casa
y poco en el hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no quieres volver
a verme, dilo cuanto antes.
–No –dijo Kokúa; pero esta vez no se echó a reír ni Keawe le
preguntó nada más.
Así fue el noviazgo de Keawe; las cosas sucedieron de prisa;
pero aunque una flecha vaya muy veloz y la bala de un rifle todavía más rápida,
las dos pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero también
habían ido lejos y el recuerdo de Keawe llenaba la imaginación de la muchacha;
Kokúa escuchaba su voz al romperse las olas contra la lava de la playa, y por
aquel joven que sólo había visto dos veces hubiera dejado padre y madre y sus
islas nativas. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el camino de la montaña
bajo el risco donde estaban las tumbas, y el sonido de los cascos y la voz de
Keawe cantando, lleno de alegría, despertaban al eco en las cavernas de los
muertos. Cuando llegó a la Casa Resplandeciente todavía seguía cantando. Se
sentó y comió en el amplio balcón y el chino se admiró de que su amo continuara
cantando entre bocado y bocado. El sol se ocultó tras el mar y llegó la noche;
Keawe estuvo paseándose por los balcones a la luz de las lámparas en lo alto de
la montaña y sus cantos sobresaltaban a las tripulaciones de los barcos que
cruzaban por el mar.
«Aquí estoy ahora, en este sitio mío tan elevado», se dijo a
sí mismo. «La vida no puede irme mejor; me hallo en lo alto de la montaña; a mi
alrededor, todo lo demás desciende. Por primera vez iluminaré todas las
habitaciones, usaré mi bañera con agua caliente y fría y dormiré solo en el
lecho de la cámara nupcial.»
De manera que el criado chino tuvo que levantarse y encender
las calderas; y mientras trabajaba en el sótano oía a su amo cantando
alegremente en las habitaciones iluminadas. Cuando el agua empezó a estar
caliente el criado chino se lo advirtió a Keawe con un grito; Keawe entró en el
cuarto de baño; y el criado chino le oyó cantar mientras la bañera de mármol se
llenaba de agua; y le oyó cantar también mientras se desnudaba; hasta que, de
repente, el canto cesó. El criado chino estuvo escuchando largo rato; luego
alzó la voz para preguntarle a Keawe si todo iba bien, y Keawe le respondió:
«Sí», y le mandó que se fuera a la cama; pero ya no se oyó cantar más en la
Casa Resplandeciente; y durante toda la noche, el criado chino estuvo oyendo a
su amo pasear sin descanso por los balcones.
Lo que había ocurrido era esto: mientras Keawe se desnudaba
para bañarse, descubrió en su cuerpo una mancha semejante a la sombra del
liquen sobre una roca, y fue entonces cuando dejó de cantar. Porque había visto
otras manchas parecidas y supo que estaba atacado del Mal Chino: la lepra.
Es bien triste para cualquiera padecer esa enfermedad. Y
también sería muy triste para cualquiera abandonar una casa tan hermosa y tan
cómoda y separarse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai,
entre enormes farallones y rompientes. Pero ¿qué es eso comparado con la
situación de Keawe, que había encontrado su amor un día antes y lo había
conquistado aquella misma mañana, y que veía ahora quebrarse todas sus
esperanzas en un momento, como se quiebra un trozo de cristal?
Estuvo un rato sentado en el borde de la bañera; luego se
levantó de un salto dejando escapar un grito y corrió afuera; y empezó a andar
por el balcón, de un lado a otro, como alguien que está desesperado.
«No me importaría dejar Hawaii, el hogar de mis
antepasados», se decía Keawe. «Sin gran pesar abandonaría mi casa, la de las
muchas ventanas, situada en lo alto, aquí en las montañas. No me faltaría valor
para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los farallones, para vivir con los
leprosos y dormir allí lejos de mis antepasados. Pero ¿qué agravio he cometido,
qué pecado pesa sobre mi alma, para que haya tenido que encontrar a Kokúa
cuando salía del mar a la caída de la tarde? ¡Kokúa, la que me ha robado el
alma! ¡Kokúa, la luz de mi vida! Quizá nunca llegue a casarme con ella, quizá
nunca más vuelva ni a acariciarla con mano amorosa; ésa es la razón, Kokúa,
¡por ti me lamento!»
Tienen ustedes que fijarse en la clase de hombre que era
Keawe, ya que podría haber vivido durante años en la Casa Resplandeciente sin
que nadie llegara a sospechar que estaba enfermo; pero a eso no le daba
importancia si tenía que perder a Kokúa. Hubiera podido incluso casarse con
Kokúa y muchos lo hubieran hecho, porque tienen alma de cerdo; pero Keawe amaba
a la doncella con amor varonil, y no estaba dispuesto a causarle ningún daño ni
a exponerla a ningún peligro.
Algo después de la media noche se acordó de la botella.
Salió al porche y recordó el día en que el diablo se había mostrado ante sus
ojos; y aquel pensamiento hizo que se le helara la sangre en las venas.
«Esa botella es una cosa horrible», pensó Keawe, «el diablo
también es una cosa horrible, y aún más horrible es la posibilidad de arder
para siempre en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra posibilidad tengo de
llegar a curarme o de casarme con Kokúa? ¡Cómo! ¿Fui capaz de desafiar al
demonio para conseguir una casa y no voy a enfrentarme con él para recobrar a
Kokúa?»
Entonces recordó que al día siguiente el Hall iniciaba su
viaje de regreso a Honolulú. «Primero tengo que ir allí», pensó, «y ver a Lopaka.
Porque lo mejor que me puede suceder ahora es que encuentre la botella que
tantas ganas tenía de perder de vista».
No pudo dormir ni un solo momento; también la comida se le
atragantaba; pero mandó una carta a Kiano, y cuando se acercaba la hora de la llegada
del vapor, se puso en camino y cruzó por delante del risco donde estaban las
tumbas. Llovía; su caballo avanzaba con dificultad; Keawe contempló las negras
bocas de las cuevas y envidió a los muertos que dormían en su interior, libres
ya de dificultades; y recordó cómo había pasado por allí al galope el día
anterior y se sintió lleno de asombro. Finalmente llegó a Hookena y, como de
costumbre, todo el mundo se había reunido para esperar la llegada del vapor. En
el cobertizo delante del almacén estaban todos sentados, bromeando y contándose
las novedades; pero Keawe no sentía el menor deseo de hablar y permaneció en
medio de ellos contemplando la lluvia que caía sobre las casas, y las olas que
estallaban entre las rocas, mientras los suspiros se acumulaban en su garganta.
–Keawe, el de la Casa Resplandeciente, está muy abatido –se
decían unos a otros. Así era, en efecto, y no tenía nada de extraordinario.
Luego llegó el Hall y la gasolinera lo llevó a bordo. La
parte posterior del barco estaba llena de haoles (blancos) que habían ido a
visitar el volcán como tienen por costumbre; en el centro se amontonaban los
kanakas, y en la parte delantera viajaban toros de Hilo y caballos de Kaü, pero
Keawe se sentó lejos de todos, hundido en su dolor, con la esperanza de ver
desde el barco la casa de Kiano. Finalmente la divisó, junto a la orilla, sobre
las rocas negras, a la sombra de las palmeras; cerca de la puerta se veía un
holoku rojo no mayor que una mosca y que revoloteaba tan atareado como una
mosca. «¡Ah, reina de mi corazón», exclamó Keawe para sí, «arriesgaré mi alma
para recobrarte!»
Poco después, al caer la noche, se encendieron las luces de
las cabinas y los haoles se reunieron para jugar a las cartas y beber whisky
como tienen por costumbre; pero Keawe estuvo paseando por cubierta toda la
noche. Y todo el día siguiente, mientras navegaban a sotavento de Maui y de
Molokai, Keawe seguía dando vueltas de un lado para otro como un animal salvaje
dentro de una jaula.
Al caer la tarde pasaron Diamond Head y llegaron al muelle
de Honolulú. Keawe bajó en seguida a tierra y empezó a preguntar por Lopaka. Al
parecer se había convertido en propietario de una goleta –no había otra mejor
en las islas–, y se había marchado muy lejos en busca de aventuras, quizá hasta
Pola–Pola, de manera que no cabía esperar ayuda por ese lado. Keawe se acordó
de un amigo de Lopaka, un abogado que vivía en la ciudad (no debo decir su
nombre), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho rico de repente y que
tenía una casa nueva y muy hermosa en la orilla de Waikiki; esto dio que pensar
a Keawe, e inmediatamente alquiló un coche y se dirigió a casa del abogado.
La casa era muy nueva y los árboles del jardín apenas
mayores que bastones; el abogado, cuando salió a recibirle, parecía un hombre
satisfecho de la vida.
–¿Qué puedo hacer por usted? –dijo el abogado.
–Usted es amigo de Lopaka –replicó Keawe–, y Lopaka me
compró un objeto que quizá usted pueda ayudarme a localizar.
El rostro del abogado se ensombreció.
–No voy a fingir que ignoro de qué me habla, señor Keawe
–dijo–, aunque se trata de un asunto muy desagradable que no conviene remover.
No puedo darle ninguna seguridad, pero me imagino que si va usted a cierto
barrio quizá consiga averiguar algo.
A continuación le dio el nombre de una persona que también
en este caso será mejor no repetir. Esto sucedió durante varios días, y Keawe
fue conociendo a diferentes personas y encontrando en todas partes ropas y
coches recién estrenados, y casas nuevas muy hermosas y hombres muy satisfechos,
aunque, claro está, cuando les explicaba el motivo de su visita, sus rostros se
ensombrecían.
«No hay duda de que estoy en el buen camino», pensaba Keawe.
«Esos trajes nuevos y esos coches son otros tantos regalos del demonio de la
botella, y esos rostros satisfechos son los rostros de personas que han
conseguido lo que deseaban y han podido librarse después de ese maldito
recipiente. Cuando vea mejillas sin color y oiga suspiros sabré que estoy cerca
de la botella.»
Sucedió que, finalmente, le recomendaron que fuera a ver a
un haole en Beritania Street. Cuando llegó a la puerta, alrededor de la hora de
la cena, Keawe se encontró con los típicos indicios: nueva casa, jardín recién
plantado y luz eléctrica tras las ventanas; y cuando apareció el dueño, un
escalofrío de esperanza y de miedo recorrió el cuerpo de Keawe, porque tenía
delante de él a un hombre joven tan pálido como un cadáver, con marcadísimas
ojeras, prematuramente calvo y con la expresión de un hombre en capilla.
«Tiene que estar aquí, no hay duda», pensó Keawe, y a aquel
hombre no le ocultó en absoluto cuál era su verdadero propósito.
–He venido a comprar la botella –dijo.
–Al oír aquellas palabras el joven haole de Beritania Street
tuvo que apoyarse contra la pared.
–¡La botella! –susurró–. ¡Comprar la botella!
Dio la impresión de que estaba a punto de desmayarse y,
cogiendo a Keawe por el brazo, lo llevó a una habitación y escanció dos vasos
de vino.
–A su salud –dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con
haoles en su época de marinero–. Sí –añadió–, he venido a comprar la botella.
¿Cuál es el precio que tiene ahora?
Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos
y miró a Keawe como si fuera un fantasma.
–El precio –dijo–. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el
precio?
–Por eso se lo pregunto –replicó Keawe–. Pero ¿qué es lo que
tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?
–La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la
compró, señor Keawe –dijo el joven tartamudeando.
–Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella –dijo
Keawe–. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
–Dos centavos –dijo.
–¿Cómo? –exclamó Keawe–, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo
puede venderla por uno. Y el que la compre... –Keawe no pudo terminar la frase;
el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo se
quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a
las llamas del infierno.
El joven de Beritania Street se puso de rodillas.
–¡Cómprela, por el amor de Dios! –exclamó–. Puede quedarse
también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había
malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido,
hubiera acabado en la cárcel.
–Pobre criarura –dijo Keawe–; fue usted capaz de arriesgar
su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su
deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de
mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso
que me dé la vuelta de estos cinco centavos.
Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro
monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de
Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad.
Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del
hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue
que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le
importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokúa; no pensaba más que en
una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no
le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas
del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos
de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.
Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era
la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse
solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las
melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar
las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno.
De repente la orquesta tocó Hiki–ao–ao, una canción que él había cantado con
Kokúa, y aquellos acordes le devolvieron el valor.
«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo
bueno junto con lo malo».
Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y, tan pronto como
fue posible, se casó con Kokúa y la llevó a la Casa Resplandeciente en la
ladera de la montaña.
Cuando los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se
tranquilizaba; pero tan pronto como se quedaba solo empezaba a cavilar sobre su
horrible situación, y oía crepitar las llamas y veía el fuego abrasador en el
pozo sin fondo. Era cierto que la muchacha se había entregado a él por
completo; su corazón latía más de prisa al verlo, y su mano buscaba siempre la
de Keawe; y estaba hecha de tal manera de la cabeza a los pies que nadie podía
verla sin alegrarse. Kokúa era afable por naturaleza. De sus labios salían
siempre palabras cariñosas. Le gustaba mucho cantar, y cuando recorría la Casa
Resplandeciente gorjeando como los pájaros era ella el objeto más hermoso que
había en los tres pisos. Keawe la contemplaba y la oía embelesado y luego iba a
esconderse en un rincón y lloraba y gemía pensando en el precio que había
pagado por ella; después tenía que secarse los ojos y lavarse la cara e ir a
sentarse con ella en uno de los balcones, acompañándola en sus canciones y
correspondiendo a sus sonrisas con el alma llena de angustia.
Pero llegó un día en que Kokúa empezó a arrastrar los pies y
sus canciones se hicieron menos frecuentes; y ya no era sólo Keawe el que
lloraba a solas, sino que los dos se retiraban a dos balcones situados en lados
opuestos, con toda la anchura de la Casa Resplandeciente entre ellos. Keawe
estaban tan hundido en la desesperación que apenas notó el cambio, alegrándose
tan sólo de tener más horas de soledad durante las que cavilar sobre su destino
y de no verse condenado con tanta frecuencia a ocultar un corazón enfermo bajo
una cara sonriente. Pero un día, andando nor la casa sin hacer ruido, escuchó
sollozos como de un niño y vio a Kokúa moviendo la cabeza y llorando como los
que están perdidos.
–Haces bien lamentándote en esta casa, Kokúa –dijo Keawe–.
Y, sin embargo, daría media vida para que pudieras ser feliz.
–¡Feliz! –exclamó ella–. Keawe, cuando vivías solo en la
Casa Resplandeciente, toda la gente de la isla se hacía lenguas de tu
felicidad; tu boca estaba siempre llena de risas y de canciones y tu rostro
resplandecía como la aurora. Después te casaste con la pobre Kokúa; y el buen
Dios sabrá qué es lo que le falta, pero desde aquel día no has vuelto a
sonreír. ¿Qué es lo que me pasa? Creía ser bonita y sabía que amaba a mi
marido. ¿Qué es lo que me pasa que arrojo esta nube sobre él?
–Pobre Kokúa –dijo Keawe–. Se sentó a su lado y trató de
cogerle la mano; pero ella la apartó. –Pobre Kokúa –dijo de nuevo–. ¡Pobre
niñita mia! ¡Y yo que creía ahorrarte sufrimientos durante todo este tiempo!
Pero lo sabrás todo. Así, al menos, te compadecerás del pobre Keawe;
comprenderás lo mucho que te amaba cuando sepas que prefirió el infierno a
perderte; y lo mucho que aún te ama, puesto que todavía es capaz de sonreír al
contemplarte. Y a continuación, le contó toda su historia desde el principio.
–¿Has hecho eso por mí? –exclamó Kokúa–. Entonces, ¡qué me
importa nada! –y, abrazándole, se echó a llorar.
–¡Querida mía! –dijo Keawe–; sin embargo, cuando pienso en
el fuego del infierno, ¡a mi sí que me importa!
–No digas eso –respondió ella–; ningún hombre puede
condenarse por amar a Kokúa si no ha cometido ninguna otra falta. Desde ahora
te digo, Keawe, que te salvaré con estas manos o pereceré contigo. ¿Has dado tu
alma por mi amor y crees que yo no moriría por salvarte?
–¡Querida mía! Aunque murieras cien veces, ¿cuál sería la
diferencia? –exclamó él–. Serviría únicamente para que tuviera que esperar a
solas el día de mi condenación.
–Tú no sabes nada –dijo ella–. Yo me eduqué en un colegio de
Honolulú; no soy una chica corriente. Y desde ahora te digo que salvaré a mi
amante. ¿No me has hablado de un centavo? ¿Ignoras que no todos los países
tienen dinero americano? En Inglaterra existe una moneda que vale alrededor de
medio centavo. ¡Qué lástima! –exclamó en seguida–; eso no lo hace mucho mejor,
porque el que comprara la botella se condenaría y ¡no vamos a encontrar a nadie
tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia; allí tienen una moneda a
la que llaman céntimo y de ésos se necesitan aproximadamente cinco para poder
cambiarlos por un centavo. No encontraremos nada mejor. Vámonos a las islas del
Viento; salgamos para Tahití en el primer barco que zarpe. Allí tendremos
cuatro céntimos, tres céntimos, dos céntimos y un céntimo: cuatro posibles
ventas y nosotros dos para convencer a los compradores. ¡Vamos, Keawe mío!
Bésame y no te preocupes más. Kokúa te defenderá.
–¡Regalo de Dios! –exclamó Keawe–. ¡No creo que el Señor me
castigue por desear algo tan bueno! Sea como tú dices; llévame donde quieras:
pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Muy de mañana al día siguiente Kokúa estaba ya haciendo sus
preparativos. Buscó el baúl de marinero de Keawe; primero puso la botella en
una esquina; luego colocó sus mejores ropas y los adornos más bonitos que había
en la casa.
–Porque –dijo– si no parecemos gente rica, ¿quién va a creer
en la botella?
Durante todo el tiempo de los preparativos estuvo tan alegre
como un pájaro; sólo cuando miraba en dirección a Keawe los ojos se le llenaban
de lágrimas y tenía que ir a besarlo. En cuanto a Keawe, se le había quitado un
gran peso de encima; ahora que alguien compartía su secreto y había vislumbrado
una esperanza parecía un hombre distinto: caminaba otra vez con paso ligero y
respirar ya no era una obligación penosa. El terror, sin embargo, no andaba
lejos; y de vez en cuando, de la misma manera que el viento apaga un cirio, la
esperanza moría dentro de él y veía otra vez agitarse las llamas y el fuego
abrasador del infierno.
Anunciaron que iban a hacer un viaje de placer por los
Estados Unidos: a todo el mundo le pareció una cosa extraña, pero más extraña
les hubiera parecido la verdad si hubieran podido adivinarla. De manera que se
trasladaron a Honolulú en el Hall y de allí a San Francisco en el Umantilla con
muchos haoles; y en San Fraacisco se embarcaron en el bergantín correo, el
Tropic Bird, camino de Papeete, la ciudad francesa más importante de las islas
del sur. Llegaron allí, después de un agradable viaje, cuando los vientos
alisios soplaban suavemente, y vieron los arrecifes en los que van a
estrellarse las olas, y Motuiti con sus palmeras, y cómo el bergantín se
adentraba en el puerto, y las casas blancas de la ciudad a lo largo de la
orilla entre árboles verdes, y, por encima, las montañas y las nubes de Tahití,
la isla prudente.
Consideraron que lo más conveniente era alquilar una casa, y
eligieron una situada frente a la del cónsul británico; se trataba de hacer
gran ostentación de dinero y de que se les viera por todas partes bien
provistos de coches y caballos. Todo esto resultaba fácil mientras tuvieran la
botella en su poder, porque Kouka era más atrevida que Keawe y siempre que se
le ocurría, llamaba al diablo para que le proporcionase veinte o cien dólares.
De esta forma pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros
procedentes de Hawaii, y sus paseos a caballo y en coche, y los elegantes
holokus y los delicados encajes de Kokúa fueron tema de muchas conversaciones.
Se acostumbraron a la lengua de Tahití, que es en realidad
semejante a la de Hawaii, aunque con cambios en ciertas letras; y en cuanto
estuvieron en condiciones de comunicarse, trataron de vender la botella. Hay
que tener en cuenta que no era un tema fácil de abordar; no era fácil convencer
a la gente de que hablaban en serio cuando les ofrecían por cuatro céntimos una
fuente de salud y de inagotables riquezas. Era necesario además explicar los
peligros de la botella; y, o bien los posibles compradores no creían nada en
absoluto y se echaban a reír, o se percataban sobre todo de los aspectos más
sombríos y, adoptando un aire muy solemne, se alejaban de Keawe y Kokúa,
considerándolos personas en trato con el demonio. De manera que en lugar de
hacer progresos, los esposos descubrieron al cabo de poco tiempo que todo el
mundo les evitaba; los niños se alejaban de ellos corriendo y chillando, cosa
que a Kokúa le resultaba insoportable; los católicos hacían la señal de la cruz
al pasar a su lado y todos los habitantes de la isla parecían estar de acuerdo
en rechazar sus proposiciones.
Con el paso de los días se fueron sintiendo cada vez más
deprimidos. Por la noche, cuando se sentaban en su nueva casa después del día
agotador, no intercambiaban una sola palabra y si se rompía el silencio era
porque Kokúa no podía reprimir más sus sollozos. Algunas veces rezaban juntos;
otras colocaban la botella en el suelo y se pasaban la velada contemplando los
movimientos de la sombra en su interior. En tales ocasiones tenían miedo de
irse a descansar. Tardaba mucho en llegarles el sueño y si uno de ellos se
adormilaba, al despertarse hallaba al otro llorando silenciosamente en la
oscuridad o descubría que estaba solo, porque el otro había huido de la casa y
de la proximidad de la botella para pasear bajo los bananos en el jardín o para
vagar por la playa a la luz de la luna.
Así fue como Kokúa se despertó una noche y encontró que
Keawe se había marchado. Tocó la cama y el otro lado del lecho estaba frío.
Entonces se asustó, incorporándose. Un poco de luz de luna se filtraba entre
las persianas. Había suficiente claridad en la habitación para distinguir la
botella sobre el suelo. Afuera soplaba el viento y hacía gemir los grandes
árboles de la avenida mientras las hojas secas batían en la veranda. En medio
de todo esto Kokúa tomó conciencia de otro sonido; difícilmente hubiera podido
decir si se trababa de un animal o de un hombre, pero sí que era tan triste
como la muerte y que le desgarraba el alma. Kokúa se levantó sin hacer ruido,
entreabrió la puerta y contempló el jardín iluminado por la luna. Allí, bajo
los bananos, yacía Keawe con la boca pegada a la tierra y eran sus labios los
que dejaban escapar aquellos gemidos.
La primera idea de Kokúa fue ir corriendo a consolarlo; pero
en seguida comprendió que no debía hacerlo. Keawe se había comportado ante su
esposa como un hombre valiente; no estaba bien que ella se inmiscuyera en aquel
momento de debilidad. Ante este pensamiento Kokúa retrocedió, volviendo otra
vez al interior de la casa.
«¡Qué negligente he sido, Dios mío!», pensó. «¡Qué débil! Es
él, y no yo, quien se enfrenta con la condena eterna; la maldición recayó sobre
su alma y no sobre la mía. Su preocupación por mi bien y su amor por una criatura
tan poco digna y tan incapaz de ayudarle son las causas de que ahora vea tan
cerca de sí las llamas del infierno y hasta huela el humo mientras yace ahí
fuera, iluminado por la luna y azotado por el viento. ¿Soy tan torpe que hasta
ahora nunca se me ha ocurrido considerar cuál es mi deber, o quizá viéndolo he
preferido ignorarlo? Pero ahora, por fin, alzo mi alma en manos de mi afecto;
ahora digo adiós a la blanca escalinata del paraíso y a los rostros de mis
amigos que están allí esperando. ¡Amor por amor y que el mío sea capaz de
igualar al de Keawe! ¡Alma por alma y que la mía perezca.» Kokúa era una mujer
con gran destreza manual y en seguida estuvo preparada. Cogió el cambio, los
preciosos céntimos que siempre tenía al alcance de la mano, porque es una
moneda muy poco usada, y habían ido a aprovisionarse a una oficina del
Gobierno. Cuando Kokúa avanzaba ya por la avenida, el viento trajo unas nubes
que ocultaron la luna. La ciudad dormía y la muchacha no sabía hacia dónde
dirigirse hasta que oyó una tos que salía de debajo de un árbol.
–Buen hombre –dijo Kokúa–, ¿qué hace usted aquí solo en una
noche tan fría?
El anciano apenas podía expresarse a causa de la tos, pero
Kokúa logró enterarse de que era viejo y pobre, y un extranjero en la isla.
–¿Me haría usted un favor? –dijo Kokúa–. De extrajero a
extranjera y de anciano a muchacha, ¿no querrá usted ayudar a una hija de
Hawaii?
–Ah –dijo el anciano–. Ya veo que eres la bruja de las Ocho
Islas y que también quieres perder mi alma. Pero he oído hablar de ti y te
aseguro que tu perversidad nada conseguirá contra mí.
–Siéntese aquí –le dijo Kokúa–, y déjeme que le cuente una
historia.
Y le contó la historia de Keawe desde el principio hasta el
fin.
–Y yo soy su esposa –dijo Kokúa al terminar–; la esposa que
Keawe compró a cambio de su alma. ¿Qué debo hacer? Si fuera yo misma a comprar
la botella, no aceptaría. Pero si va usted, se la dará gustosísimo; me quedaré
aquí esperándole: usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la volveré a
comprar por tres. ¡Y que el Señor de fortaleza a una pobre muchacha!
–Si trataras de engañarme –dijo el anciano–, creo que Dios
te mataría.
–¡Sí que lo haría! –exclamó Kokúa–. No le quepa duda. No
podría ser tan malvada. Dios no lo consentiría.
–Dame los cuatro céntimos y espérame aquí –dijo el anciano.
Ahora bien, cuando Kokúa se quedó sola en la calle, todo su
valor desapareció. El viento rugía entre los árboles y a ella le parecía que
las llamas del infierno estaban ya a punto de acometerla; las sombras se
agitaban a la luz del farol, y le parecían las manos engarfiadas de los
mensajeros del maligno. Si hubiera tenido fuerzas, habría echado a correr y de
no faltarle el aliento habría gritado; pero fue incapaz de hacer nada y se
quedó temblando en la avenida como una niñita muy asustada.
Luego vio al anciano que regresaba trayendo la botella.
–He hecho lo que me pediste –dijo al llegar junto a ella. Tu
marido se ha quedado llorando como un niño; dormirá en paz el resto de la
noche.
Y extendió la mano ofreciéndole la botella a Kokúa.
–Antes de dármela –jadeó Kokúa– aprovéchese también de lo
bueno: pida verse libre de su tos.
–Soy muy viejo –replicó el otro–, y estoy demasiado cerca de
la tumba para aceptar favores del demonio. Pero ¿qué sucede? ¿Por qué no coges
la botella? ¿Acaso dudas?
–¡No, no dudo! –exclamó Kokúa–. Pero me faltan las fuerzas.
Espere un momento. Es mi mano la que se resiste y mi carne la que se encoge en
presencia de ese objeto maldito. ¡Un momento tan sólo!
El anciano miró a Kokúa afectuosamente.
–¡Pobre niña –dijo–; tienes miedo; tu alma te hace dudar.
Bueno, me quedaré yo con ella. Soy viejo y nunca más conoceré la felicidad en
este mundo, y en cuanto al otro...
–¡Démela! –jadeó Kokúa–. Aquí tiene su dinero. ¿Cree que soy
tan vil como para eso? Deme la botella.
–Que Dios te bendiga, hija mía –dijo el anciano.
Kokúa ocultó la botella bajo su holoku, se despidió del
anciano y echó a andar por la avenida sin preocuparse de saber en qué
dirección. Porque ahora todos los caminos daban lo mismo; todos la llevaban
igualmente al infierno. Unas veces iba andando y otras corría; unas veces
gritaba y otras se tumbaba en el polvo junto al camino y lloraba. Todo lo que
había oído sobre el infierno le volvía ahora a la imaginación; contemplaba el
brillo de las llamas, se asfixiaba con el acre olor del humo y sentía
deshacerse su carne sobre los carbones encendidos.
Poco antes del amanecer consiguió serenarse y volver a casa.
Keawe dormía igual que un niño, tal como el anciano le había asegurado. Kokúa
se detuvo a contemplar su rostro.
–Ahora, esposo mío –dijo–, te toca a ti dormir. Cuando
despiertes podrás cantar y reír. Pero la pobre Kokúa, que nunca quiso hacer mal
a nadie, no volverá a dormir tranquila, ni a cantar, ni a divertirse.
Después Kokúa se tumbó en la cama al lado de Keawe y su
dolor era tan grande que cayó al instante en un sopor profundísimo.
Su esposo se despertó ya avanzada la mañana y le dio la
buena noticia. Era como si la alegría lo hubiera trastornado, porque no se dio
cuenta de la aflicción de Kokúa, a pesar de lo mal que ella la disimulaba.
Aunque las palabras se le atragantaran, no tenía importancia; Keawe se
encargaba de decirlo todo. A la hora de comer no probó bocado, pero ¿quién iba
a darse cuenta?, porque Keawe no dejó nada en su plato. Kokúa lo veía y le oía
como si se tratara de un mal sueño; había veces en que se olvidaba o dudaba y
se llevaba las manos a la frente; porque saberse condenada y escuchar a su
marido hablando sin parar de aquella manera le resultaba demasiado monstruoso.
Mientras tanto, Keawe comía y charlaba, hacía planes para su
regreso a Hawaii, le daba las gracias a Kokúa por haberlo salvado, la
acariciaba y le decía que en realidad el milagro era obra suya. Luego Keawe em
pezó a reírse del viejo que había sido lo suficientemente estúpido como para
comprar la botella.
–Parecía un anciano respetable –dijo Keawe– Pero no se puede
juzgar por las apariencias, porque ¿para qué necesitaría la botella ese viejo
réprobo?
–Esposo mío –dijo Kokúa humildemente–, su intención puede haber
sido buena.
Keawe se echó a reír muy enfadado.
–¡Tonterías! –exclamó acto seguido–. Un viejo pícaro, te lo
digo yo; y estúpido por añadidura. Ya era bien difícil vender la botella por
cuatro céntimos, pero por tres será completamente imposible. Apenas queda
margen y todo el asunto empieza a oler a chamusquina... –dijo Keawe,
estremeciéndose–. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que
hubiera monedas de menos valor. Pero es absurdo hacer una cosa así; nunca
aparecerá otro que haga lo mismo, y la persona que tenga ahora esa botella se
la llevará consigo a la tumba.
–¿No es una cosa terrible, esposo mío –dijo Kokúa–, que la
salvación propia signifique la condenación eterna de otra persona? Creo que yo
no podría tomarlo a broma. Creo que me sentiría abatido y lleno de melancolía.
Rezaría por el nuevo dueño de la botella.
Keawe se enfadó aún más al darse cuenta de la verdad que
encerraban las palabras de Kokúa.
–¡Tonterías! –exclamó–. Puedes sentirte llena de melancolía
si así lo deseas. Pero no me parece que sea ésa la actitud lógica de una buena
esposa. Si pensaras un poco en mí, tendría que darte vergüenza.
Luego salió y Kokúa se quedó sola.
¿Qué posibilidades tenía ella de vender la botella por dos
céntimos? Kokúa se daba cuenta de que no tenía ninguna. Y en el caso de que
tuviera alguna, ahí estaba su marido empeñado en devolverla a toda prisa a un
país donde no había ninguna moneda inferior al centavo. Y ahí estaba su marido
abandonándola y recriminándola a la mañana siguiente después de su sacrificio.
Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera
quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la
contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de
aborrecimiento.
A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un
paseo en coche.
–Estoy enferma esposo mío –dijo ella–. No tengo ganas de
nada. Perdóname, pero no me divertiría.
Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque
creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque
pensaba que Kokúa tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.
–¡Eso es lo que piensas de verdad –exclamó–, y ése es el
afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna
a la que se arriesgó por tu amor y tú no tienes ganas de nada! Kokúa, tu
corazón es un corazón desleal.
Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando
todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo
juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.
Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo
que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro
y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver
borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra.
Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.
–¡Eh, tú! –dijo el contramaestre–, siempre estás diciendo
que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.
–Sí –dijo Keawe–, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré
algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.
–Ése no es un buen sistema, compañero –dijo el
contramaestre–. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como
Judas; no la pierdas de vista.
Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la
bebida le había enturbiado el cerebro.
«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría
que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me
engaña tan fácilmente.
La pillaré in fraganti.»
De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió
al contramaestre que le esperara en la esquina, junto a la cárcel vieja, y él
siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche;
dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la
casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.
Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado;
delante había una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un
cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokúa se retorcía las manos.
Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al
principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no
hubiera sido válida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le
sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó que se le doblaban las
rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina
desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra
idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas. «Tengo que
asegurarme de esto», pensó.
De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y
entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando
abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokúa
estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.
–He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día –dijo
Keawe–. He encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo por más dinero
para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.
Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un
juez, pero Kokúa estaba demasiado preocupada para darse cuenta.
–Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío –dijo ella
con voz temblorosa.
–Ya sé que hago bien en todo –dijo Keawe, yendo directamente
hacia el baúl y cogiendo el dinero. También miró detrás, en el rincón donde
guardaba la botella, pero la botella no estaba allí.
Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la
casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba
perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó.
«Es ella la que ha comprado la botella.»
Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor
le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan
frío como si fuera agua de pozo.
–Kokúa –dijo Keawe–, esta mañana me he enfadado contigo sin
razón alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros –añadió,
riendo sin mucho entusiasmo–. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes
de marcharme.
Un momento después Kokúa estaba agarrada a sus rodillas y se
las besaba mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.
–¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! –exclamó
ella.
–Ojalá nunca volvamos a pensar mal el uno del otro –dijo
Keawe; acto seguido volvió a marcharse.
Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión
de monedas de un céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que
no tenía ningún deseo de seguir bebiendo.
Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía
ahora que dar la suya por Kokúa; no era posible pensar en otra cosa.
En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el
contramaestre.
–Mi mujer tiene la botella –dijo Keawe–, y si no me ayudas a
recuperarla, se habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.
–¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en
serio? –exclamó el contramaestre.
–Pongámonos bajo el farol –dijo Keawe–. ¿Tengo aspecto de
estar bromeando?
–Debe de ser cierto –dijo el contramaestre–, porque estás
tan serio como si vinieras de un entierro.
–Escúchame, entonces –dijo Keawe–; aquí tienes dos céntimos;
entra en la casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy
equivocado) te la entregará inmediatamente. Traémela aquí y yo te la volveré a
comprar por un céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso
venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le
digas una palabra de que soy yo quien te envía.
–Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?, –quiso saber el
contramaestre.
–Nada malo te sucedería aunque fuera así –respondió Keawe.
–Tienes razón, compañero –dijo el contramaestre.
–Y si dudas de mí –añadió Keawe– puedes hacer la prueba. Tan
pronto como salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el
bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te
ocurra y comprobarás en seguida el poder de la botella.
–Muy bien, kanaka –dijo el contramaestre–. Haré la prueba;
pero si te estás divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré
después a la tuya con una barra de hierro.
De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe
se quedó esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokúa había esperado la
noche anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de
vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.
Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que
alguien se acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en
seguida la voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la
impresión de estar mucho más borracho que antes. El contramaestre en persona
apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella
del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo
de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.
–Ya veo que la has conseguido –dijo Keawe.
–¡Quietas las manos! –gritó el contramaestre, dando un salto
hacia atrás–. Si te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a
poder utilizarme, ¿no es cierto?
–¿Qué significa esto? –exclamó Keawe.
–¿Qué significa? –repitió el contramaestre–. Que esta
botella es una cosa extraordiaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa.
Cómo la he conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí
estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.
–¿Quieres decir que no la vendes? –jadeó Keawe.
–¡Claro que no! –exclamó el contramaestre–. Pero te dejaré
echar un trago de ron, si quieres.
–Has de saber –dijo Keawe– que el hombre que tiene esa
botella terminará en el infierno.
–Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas –replicó
el marinero–; y esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese
viaje. ¡No, señor! –exclamó de nuevo–; esta botella es mía ahora y ya puedes ir
buscándote otra.
–¿Es posible que sea verdad todo esto? –exdamó Keawe–. ¡Por
tu propio bien, te lo ruego, véndemela!
–No me importa nada lo que digas –replicó el contramaestre–.
Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un
trago de ron me lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!
Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con
él también la botella desaparece de esta historia.
Pero Keawe corrió a reunirse con Kokúa con la velocidad del
viento; y grande fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha
sido la paz que colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.
Apia, Upolu, Islas de Samoa, 1889.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario es de gran utilidad para para Abraelazuldelcielo. Ce.