domingo, 26 de junio de 2016

LUZ DEL DESIERTO

Alberto Ruy Sánchez, los textos de Ruy Sanchez, gustaron mucho en nuestro taller de lectura ABRA, nos llevó a lugares, emociones, recuerdos. 





Hace ya algunos años que me es imposible pensar en los caprichos y misterios de la memoria, sin que me venga a la mente una nítida imagen del desierto.
Estábamos en la entrada del Sahara cuando caímos enfermos. Llevábamos casi un mes viajando hacia el sur con muy poco dinero, y comiendo sin precaución en lugares obscuros y con frecuencia poco higiénicos. Tratábamos obsesivamente de llegar al desierto pero al mismo tiempo nos dejábamos seducir por todas las escalas del camino. El mundo árabe, que tanto Magui como yo estábamos descubriendo, nos fascinaba hasta el exceso de sentirnos bajo los poderes de algún hechizo: íbamos hacia el desierto como los insectos de la noche vuelan hacia la llama de una vela, ciegamente.
Todavía recuerdo con algo de vértigo la extraña sensación de ir día a día a la deriva, disponibles por completo a los azares de nuestra travesía, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, como si llegáramos a diferentes puertos de un mar siempre lleno de sorpresas. Nuestra geografía era la del asombro y nuestro mapa un vocabulario secreto, descifrable sólo paso a paso. Nuestra meta parecía ser el camino mismo (como en la travesía de Jack Kerouac On the Road, que tan cercana me había sido en la adolescencia; o como en el viaje espiritual de ciertos místicos árabes). Y al mismo tiempo, teníamos una sensación de temor e incertidumbre, como si un ave obscura volara sobre nosotros, orientara nuestros pasos o los vigilara amenazante. Ibamos más allá de nosotros mismos, queriendo ver en nuestras sombras sobre la arena una absorvente noche llena de estrellas que nos llamaba.
Pero el azar nos detuvo en el primer oasis: la fiebre nos impidió salir de madrugada con la caravana semanal que se adentraba en el Sahara. Estábamos en un pueblo llamado Zagora (muy cerca de donde Pier Paolo Pasolini había filmado Edipo Rey ). No sabíamos que ese lugar se convertiría en uno de los centros de nuestro viaje. No pudimos tomar la siguiente caravana porque ese mismo día habían roto relaciones los dos países que se disputan aquella zona fronteriza: Marruecos y Argelia. Había en el aire, según nos enteramos después, una guerra inminente.
Al amanecer vino a buscarnos un enviado del Caid, es decir, de la persona que era al mismo tiempo la autoridad política, militar y religiosa de la zona. Una especie de gobernador que fuera al mismo tiempo obispo y general. El Caid quería vernos para decirnos que estábamos bajo su custodia: habría toque de queda y la circulación sería restringida. Cerca de ahí, el ejército del otro país había matado a varios miembros de una tribu nómada que se había negado a ceder sus armas, y se pensaba que el mismo ejército había secuestrado a cinco turistas franceses que habían entrado al Sahara argelino por Marruecos. Secuestraban a extranjeros para crearle problemas diplomáticos a sus enemigos. Una maniobra que, por lo visto, era común en esos horizontes.
Pero lejos de vivir grandes tensiones y riesgos, aquellos días fueron para nosotros un pequeño paraíso. Cerca de tres semanas, hasta que pasó el peligro, disfrutamos de la hospitalaria protección del Caid. En su territorio, nos albergaba un nuevo amigo, Horst: un alemán de origen polaco, especialista en la evaporación del agua en el desierto. Se había encontrado con nosotros en la calle y nos vio tan demacrados por las disenterías que decidió aliviarnos alimentándonos adecuadamente. Fuimos juntos al pequeño mercado de Zagora y compramos bolsas de verdura y piezas de pollo que en su cocina se convirtieron en elementales platos curativos. Cinco años antes él era un especialista en literatura, doctorado en la universidad de Berlín, que iba de vacaciones a Marruecos por primera vez. Como se enamoró del lugar decidió dar un giro a su profesión y comenzó a estudiar geología porque quería regresar a quedarse haciendo algo útil para el país. Se había dado cuenta de que la distribución del agua para todos los habitantes y agricultores del oasis, a partir de una diminuta presa, era muy irracional y por lo tanto había mucho desperdicio.
Pronto descubrió que se el agua se repartía basándose en sistemas de medición muy poco precisos, implantados por los colonizadores franceses en los años cincuenta: enterraban en el desierto una especie de cubeta metálica que medía un metro cúbico. La llenaban de agua y luego iban midiendo cuánto descendía el nivel al avanzar el sol. Nuestro amigo alemán buscó y encontró nueva tecnología de medición, la llevó al desierto aportada por fundaciones europeas, ayudó notablemente a la comunidad del oasis e hizo su doctorado sobre la evaporación en esa zona del Sahara.
Tal vez esté de más decir que era un tipo extraño y apasionado, muy afable, enamorado del lugar, de su oficio de geológo excéntrico, y que con verdadero entusiasmo nos iniciaba en la lectura de las rocas, de sus vetas y de su imaginación milenaria. La literatura y la geología eran para él equivalentes: en los granos del desierto, según nos decía, estaban cientos de historias capaces de llenar otras mil y una noches. Aguardaban ahí, noche y día, listas para quien quisiera y supiera leerlas. Sin que nuestro amigo conociera a Roger Caillois, el autor sorprendente de Las piedras vivas y de muchos otros ensayos sobre la imaginación mineral, coincidían sus puntos de vista. Para ambos las piedras interesantes eran, como la buena literatura, vida condensada. Y nosotros estábamos ahí, en medio del desierto, aprendiendo a descifrar nuestras sorpresas.
Estábamos en una zona donde, muchos siglos atrás, el suelo se había hundido varios kilómetros a la redonda ofreciéndonos el espectáculo de una inmensa falla vista desde abajo: era una especie de valle rodeado por un alto muro que exhibía, con líneas agitadas que corrían horizontalmente, la historia de esa tierra durante varios milenios.
El hundimiento había producido otra formación extraña: en medio del valle surgió una montaña rocosa desde la cual se podían ver todos los oasis a la redonda, el arroyo increíblemente estrecho que los alimentaba y la pequeña presa que parecía un estanque. Como era un lugar estratégico desde un punto de vista militar, nuestro amigo alemán tuvo que pedir la autorización del Caid para que subiéramos. Desde lo alto de la montaña, al día siguiente, presenciamos la salida del sol.
Hasta ese momento no habíamos percibido el acontecimiento más importante del lugar en mucho tiempo –y que no era la guerra. No habíamos dado importancia al hecho de que el día anterior había estado lloviendo, después de doce años que eso ahí no sucedía. Es cierto que entre la gente del lugar habíamos notado una gran excitación pero la adjudicábamos erróneamente a la política. Luego nos daríamos cuenta de que en realidad era motivada por la lluvia. En aquel rincón del desierto, la guerra era más frecuente y monótona que la lluvia.
Desde lo alto de la montaña vimos nuevas zonas verdes alrededor del oasis, que durarían tanto como lo que el sol se demora en restablecer su dominio. De pronto, vimos que comenzaban a subir desde el suelo nubes muy pequeñas y compactas. Pasaban frente a nosotros y seguían lentamente su camino hacia arriba. El agua de la lluvia estaba evaporándose ante nuestros ojos. Pero lo más extraño y fascinante era que, de alguna manera, con las pequeñas nubes nos llegaban sonidos que normalmente, a la altura en la que estábamos, no podríamos escuchar: voces - hogareñas, ladridos de perros, música de radio, juegos de niños en la calle o en el patio de su casa, una pareja discutiendo con violencia, conversaciones que tal vez se querían secretas.
Había también una luz peculiar que se hacía más densa al avanzar la mañana. Era como si, bajo su nueva humedad, las hojas de las palmas y los granos de arena intensificaran sus reflejos. Pero parecía que éstos viajaran, entre las vaporizaciones del aire, de manera muy poco directa hasta nuestros ojos.
Hundido en esa luz y en la visión de ese paisaje evaporándose, me invadió la sensación de haber estado antes en la extensión de ese mismo instante. Ahí me pareció ver algo que ya no estaba ante mis ojos: la misma luz iluminando esta vez un desierto cubierto de flores. Vientos repentinos las agitaban suavemente. La variedad de sus colores me emocionaba y mi padre me explicaba que eran plantas de un día; que durante muchos años las semillas habían permanecido entre la arena esperando la lluvia que las hiciera germinar.
Volví a sentir tristeza y la breve angustia de ver que en un par de horas el sol quemaba completamente todas las flores y luego todas las plantas. Y volví a oír la voz de mi padre tranquilizándome, diciéndome que las flores habían dejado otras semillas y que, de cualquier manera, en la aparente nada del desierto había una vida inmensamente variada, visible para quien supiera descubrirla. Volví a sentir la alegre curiosidad y el reto de averiguar qué había detrás de la aridez frente a mis ojos. Poco a poco, en los meses siguientes, mi padre me mostraría la enorme riqueza vital del desierto.
Yo tendría algo más de tres años cuando fuimos a vivir al desierto, en el noroeste de México, en la parte sur de la Baja California; y había olvidado aquella escena de nuestra llegada. Casualmente, también cuando entramos a ese desierto mexicano acababa de llover, después de varios años de sequedad absoluta.
Otras imágenes me visitaron: como aquella lluvia se había debido a un ciclón, aún después había vientos poco usuales. Los techos de algunas casas de madera pasaron cerca de nuestra ventana, lo mismo que grandes ruedas de espinas y el ala de una avioneta ligera, de las que se usaban para fumigar los campos. Ante el sonido del viento, que no dejaba de darnos escalofríos, mi padre exorcisaba nuetros temores preguntándonos si queríamos volar. Como respuesta a nuestro entusiasmo tomaba firmemente con una mano el brazo de mi hermano, que ha de haber tenido entonces cerca de un año, y con la otra mano el mío. Salíamos de la casa y, a los dos niños delgados, el viento nos elevaba fácilmente llenándonos de una alegría completamente nueva.
En lo alto de una montaña norafricana, sumergido en una luz casi líquida, los azares de la memoria me devolvían sensaciones e imágenes que yo ni siquiera podía saber que tenía perdidas. Por primera vez supe que la fuerza del olvido era brutal y misteriosa, pero que los poderes de la memoria no lo eran menos. Me preguntaba, ¿cuántas cosas habré olvidado y cuántas me será dado algún día recuperar?
Ahí mismo recordé que dos años antes del viaje a Noráfrica había muerto mi abuelo Joaquín, el padre de mi padre. Era un hombre dulce, terriblemente aferrado a la vida, que tuvo una agonía muy larga: casi tres meses en los cuales, inconsciente ya, hablaba desde diferentes épocas de su vida. Conforme se acercaba a la muerte era más lejano el recuerdo en el cual se situaba: en algún momento comenzó a hablar en latín, lengua que sólo de adolescente había frecuentado para olvidarla totalmente después. En otros momentos discutía, como un niño, con un hermano que había muerto cuando él tenía diez años. Tal vez, en los tres meses que duró su agonía, mi abuelo viajó mentalmente a lo largo y ancho de sus setenta y tantos años de vida.

Esa inesperada resurrección de la memoria en la proximidad de la muerte de mi abuelo me había llenado siempre de angustia: me parecía un acto desesperado de la voluntad de vivir. Pero al recordarlo en aquella montaña del oasis de Zagora, después de que yo mismo había sido involuntario y feliz viajero de la memoria, me llenaba de paz pensar que el último itinerario de mi abuelo fue tal vez un privilegio; y que si, cuando yo muera, me es dada también la dicha de entrar al tiempo sin tiempo de la memoria, sin duda regresaré al desierto.

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