domingo, 12 de junio de 2016

Norman Manea, escritor rumano

El martes pasado en ABRA vimos algunos textos de Norman Manea, el escritor rumano. Esta semana vi un estupendo documental en Youtube sobre la caída del dictador Nicolai Ceaucescu. 







Una entrevista hecha  

Por Félix Romeo

Norman Manea (Bukovina, Rumania, 1936) fue trasladado a los cinco años al campo de concentración de Transnistria (Ucrania) junto con su familia por su origen judío. En 1945 regresó a Rumania, donde participó de la efervescencia comunista. Estudió ingeniería, y desde 1974 se dedicó en exclusiva a la literatura. Su temprana separación de la doctrina oficial comunista, y poco más tarde también nacionalista, lo convirtió en escritor incómodo, con dificultades para publicar sus libros. En su artículo autobiográfico “El informe del censor” explica el absurdo proceso editorial en la Rumania de Ceaucescu: “Todos estábamos atrapados por el mismo mecanismo aplastante. Sin la dudosa relación entre tenacidad y duplicidad, sin relaciones personales e insistencia no habría aparecido ninguno de los libros que, finalmente, lograron atravesar la tupida red de la Policía de la Palabra.”
En 1986 recibió una beca en Alemania y consiguió exiliarse de su país. Vive en Estados Unidos desde hace veinte años.
En castellano han aparecido varias de sus obras de ficción –las novelas Octubre a las ocho (Emecé) y El sobre negro(Metáfora) y la recopilación de relatos Felicidad obligatoria(Tusquets)–, una selección de artículos –Payasos  / El dictador y el artista (Tusquets)– y un libro autobiográfico, el mejor de los suyos y el más turbador, El regreso del húligan(Tusquets), en el que se presenta como un adolescente utilizado por el partido, como ingeniero incapaz y como escritor castrado y espiado por amigos y por enemigos; como comunista rechazado por negarse a las pamemas del régimen y como intelectual rechazado por los intelectuales oficiales y como judío rechazado por no obedecer las consignas del judaísmo tolerado.
La cita es en un hotel de la Gran Vía de Madrid. La hispanista rumana Ioana Zlotescu, amiga de Norman Manea, especialista en la obra de Gómez de la Serna y anterior directora del Instituto Cervantes de Bucarest, me acompaña en la entrevista como intérprete de lujo.
Norman Manea tiene la mirada menos dura que en sus fotografías, sonríe abiertamente, tiene un aire juvenil y muestra mucha curiosidad por lo que ve, por lo que pasa. Lo primero de lo que habla es de sus recuerdos de Octavio Paz. Cuenta los ataques que recibieron de la izquierda en un encuentro celebrado en México.
No me resulta nada extraño que las primeras palabras que escucho de un escritor que ha vivido cincuenta años de su vida aplastado por dictaduras, la nazi y la comunista, sean una defensa de la libertad y una crítica del dogma.


Nunca he hablado con un superviviente de un campo de concentración, y no quiero parecer un turista del horror, pero no puedo evitar empezar por preguntarle por su estancia en el campo de concentración de Transnitria.
Cuando era niño, era un pequeño salvaje. Sentía pavor, frío, hambre... pero esas sensaciones no pasaban por mi “conciencia”, eran sólo una sensación, porque yo dependía completamente de mis padres, que hicieron todo lo posible por protegerme en el Lager. [Lager es la palabra que Manea emplea para referirse al campo de concentración, y es como si realmente se tratara de un nombre propio y no de un nombre común.] La vuelta a Rumania fue un momento de extraordinaria exaltación. Me sentí feliz. El milagro de la banalidad cotidiana, de una vida protegida, fue eso: un milagro. Este despertar a la normalidad continuó en los años siguientes, a pesar de que la situación en Rumania se complicaba cada vez más. La “confusión feliz” de la posguerra se acabó y se consolidó el Estado comunista de un solo partido, pero continuó mi exaltación. Caí en las redes del Partido Comunista. Ese proyecto utópico era atractivo para un niño. Trabajé incluso abnegadamente ante esta idea. Tuve problemas con la familia. No soportaba volver a la psicosis del gueto, quería pertenecer a una comunidad mayor, universal, como parecía ser la idea comunista. Pero como no era muy tonto, y no perseguía la carrera política, desperté bastante pronto. A los dieciséis años la historia había terminado. Y pude volver de una pesadilla.

Habla de la protección que le dieron sus padres en el campo de concentración y en El regreso del húligan hace un retrato muy penetrante de ellos. E incluso incluye un texto que hizo escribir a su padre sobre su propia vida, maravilloso en su concisión sintáctica y brutal en su significado: su padre era un gran ser humano, y quisieron destruirlo brutalmente.
Retrospectivamente, mi admiración por mi padre aumenta. Pasó situaciones muy difíciles y él llevaba su sufrimiento con una gran sobriedad. De una manera muy digna. Me sentí muy indignado cuando leí en una revista rumana de extrema derecha que El regreso del húligan pone de manifiesto que no hubo Holocausto, que no hubo sufrimiento y que mi padre se escapó del Lager para pasarse a los rusos porque era comunista. Todo lo contrario a lo que escribo en el libro y... todo lo contrario a la verdad. Mi padre no tenía simpatía por los rusos, perteneció al ejército rumano y habría ido al frente. Habría ido al frente... si los judíos hubieran podido ir al frente, pero lo tenían prohibido. La misma manipulación de antes. Volví a sufrir, esta vez por mi padre, porque yo ya estaba acostumbrado a los insultos. Mi padre demostró un gran coraje. Abandonó Rumania a los ochenta años para instalarse en Israel. Él llevó adelante la tramitación, la mudanza, el viaje... Los últimos siete años de su vida los vivió en una enorme soledad en Jerusalén. Yo estaba en Estados Unidos en una situación no demasiado buena, pero iba dos veces al año a visitarlo. El final de una vida con muchas dificultades para alguien que empezó a los nueve años, huérfano, que tuvo miles de trabajos pero que quiso también estudiar. Fue el único de su familia que siguió los estudios. Un hombre hecho a sí mismo. [Norman Manea hace una pausa bastante prolongada.] Noto mucho su ausencia. Mis padres eran muy distintos y no se influyeron recíprocamente nunca. Mi preferido era mi padre, pero me parezco más a mi madre. Una vez le confesé a un amigo que no soportaba las obsesiones de mi madre. Él me dijo que ella había sido quien me había dado el talento. No era culta, pero tenía un sentido especial del drama humano. No sé si existe el gen del talento, pero hay un dicho judío que a lo mejor explica algo: “¿Por qué nunca los hijos de los sabios son sabios? Para que no se crea que la sabiduría se puede heredar.” Volviendo a la falsificación de ese detalle biográfico de mi padre (que había dejado el Lager para unirse al ejército soviético): el Lager fue liberado por los soviéticos y todos los hombres, esqueléticos, fueron reclutados por el ejército rojo, sin preparación militar. Los rumanos deberían aplaudir a mi padre porque abandonó el ejército rojo que invadió Rumania. Lo que sé es que si mis padres siguieran vivos no habría podido escribir un libro como El regreso del húligan.

Me gustaría hablar de algunos escritores rumanos de los que habla a menudo en sus libros. Quizá el más importante de ellos sea Mihail Sebastian (1907-1945), escritor, judío, rumano, disidente, y en especial las reflexiones que dejó en su Diario (1935-1944) (Destino, 2003).

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