domingo, 19 de junio de 2016

Olaf oye a Rachmaninof

Olaf oye a Rachmaninoff

CARY KERNER
Traducción de Horado Quiñones

Es curioso eso de cómo tantas cosas suceden todo el tiempo sin que uno se dé cuenta de nada hasta que se tropieza con ellas. Como eso de los que tocan el piano y andan por todos lados cobrando tres coronas por cada gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que había esa clase de tipos si no hubiera sido por mi so­brina Juanita.

Yo he cuidado a Juanita desde que era un monigote chiquito. Como Felipa, mi mujer, pronto no la quiso tener cerca porque le daba mucha lata, la mandé de in­terna a un colegio y dejé que le dieran clases de música, y como para eso hicieron no sé qué arreglo en las vacaciones, la dejé de ver por muchos arios. Felipa siem­pre anda recriminándome por aquello de los gastos; pero yo quiero que Juanita lle­gue al puerto.

Bueno, pues hace como dos años que Juanita me escribió preguntándome que si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases de uno que era muy bueno de verdad, uno muy caro que Creo se llama Lorry o algo así. Y la señora que dirige el internado también me escribió y me dijo que yo debería dejar que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser algún día una famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería, porque yo nunca he visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan sido nunca otra cosa que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy de esos que a la fuerza quieren que todos pien­sen igual que ellos, pues me decidí a mandar más dinero después de haberlo pen­sado un poco, y me callé la boca sin decirle nada a Felipa.

Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo andan mis negocios, porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa, pero otras veces me quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya ido con Felipa la última vez que la he visto. Yo siempre he pensado que hay tempestades que se pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy de los que andan buscando dificultades.

Pues nada, que cuando las cosas se pusieron difíciles con esos del comercio, y muchos barcos tuvieron que suspender sus viajes porque no había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a Felipa lo que me andaba pidiendo desde hacía mu­cho, corno era su derecho, si sólo yo le cortara un poco los gastos que estaba ha­ciendo con Juanita en la escuela. Y le escribí diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse maña para aprender lo mismo con un profesor más barato. Inmediatamente recibí la carta más linda que pudiera esperar. Me dijo que sen­tía mucho no haberse dado cuenta de que la situación era mala, y que al fin y al ca­bo ya había estado pensando dejar de tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían tanto corno ella.

Fue una carta muy animadora, hasta con dos o tres chistes como los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba yo enseñarle a Felipa, pero que ahora ya no le enseño. Pero me sentía muy raro mientras la estaba leyendo: algo así como cuando yo era muchacho y mi madre me regañaba porque me gustaba andar en el muelle oliendo a pescado y hablando de barcos. Al leer la carta oía todo el tiempo al­go corno un ruido de alguien que llora, como gaviotas en una noche de borrasca.

Y de repente me entraron ganas de ir a ver a Juanita, ya que no lo había hecho nunca; le escribí, y fui.

Ella fue a la estación para encontrarme, y fue bueno que ella me reconociera, porque yo nunca me hubiera imaginado que ella era mi pequeña Juanita. De la ne­na graciosa, gordita y de ojos grandes que era antes, se había transformado en la muchacha más hermosa que uno se pudiera imaginar. Delgada y fina como un ya­te, con ojos azules como el mar, cara llena de hoyuelos cuando sonreía, y su cabe­llo como una aureola dorada sobre sus hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las de un hombre, pero blancas y largas.

Buscamos un lugar para comer y platicar, y lo primero que ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su bolsa:

—Mira, tío Olaf, ¡dos boletos para Rachmaninoff!
Me di cuenta de que lo que yo debía haber hecho era patear y gritar de gusto, pero no tuve más remedio que decirle que yo no sabía quién era ese Rachmaninoff. — ¡Pero si es el príncipe de todos ellos! ¡El gran pianista ruso!

Con lo que me dejó igual que antes. Pero ella dijo que era como un dios o algo así, y la dejé que se volviera loca de entusiasmo. Pero yo ya sé por experiencia que hay que tener miedo de ir a donde una mujer quiere llevarlo a uno, y le dije que no tenía mucho tiempo para quedarme, y que mejor ella me tocara algo si había un piano a la mano.

Ella se volvió toda hoyuelos y me dijo:

— ¡Pero si he pagado seis coronas de las que has ganado con tanto trabajo, tío, para agasajarte a lo grande!
— ¡Seis coronas! — temo mucho que grité muy fuerte—. ¿Quieres decir que...? —Ah, pero fue por dos boletos —me respondió inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.

Iba yo a decir algo acerca de la mala situación, pero no quise sentirme respon­sable por quitarle esa mirada de felicidad de la cara, y me callé. Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de ser tacaño, me acuerdo de lo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.

No pasó mucho tiempo sin que fuéramos a la casa de la ópera, donde ese tipo cobraba tres coronas por asiento. Había un montón de mujeres pavoneándose en­frente, hablando tonterías y haciéndose las interesantes, y mirándose en espejitos, y oliendo hacia el cielo con perfumes raros.

—iTe va a encantar, tío! —me decía Juanita cada vez que yo trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente.
—Sí, yo creo que me va a encantar... tanto como si me mandaras a capotear un temporal noroeste —dije yo, y ella nada más sonreía.

Adentro, cuando al fin entramos, había más asientos de los que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos estuvieron llenos. Y había muchos hombres también, lo que muestra que también hay muchas mujeres tercas y alborotadoras en el mundo, y yo me quedé pensando si ellos se sentían tan a disgusto corno yo, ahí sentados esperando que viniera otro a tocarles en el piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí viéndonos y riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo que me enojara un poco, pero al fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como puede, y quizás el pobre no sabía ha­cer otra cosa.

No había nada de decorado en el escenario, nada más un piano con la tapa abier­ta, y se veía muy feo. De repente todos se quedaron quietos, y alguien dijo quedito:

—¡Ya viene! —como si fuera un circo o algo.

Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él entró caminando al foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre tan fuerte podía hacer lo menos una docena de cosas más útiles que tocar el piano.

Él se inclinó muy serio, fue a sentarse delante del piano y esperó a que todos se quedaran callados a su gusto. No pude menos que sentir lástima por él, ahí senta­do solito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue lo nervioso que se puso des­de el principio lo que lo hizo equivocarse tantas veces en casi todas las piezas que tocó.

Tan pronto como dejaron de aplaudir, comenzó a templar el piano. Al principio sus dedos estaban algo duros y tiesos, y nada más picaba aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una manera sorprendente, y antes de que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la orilla del asiento tratando de comprender cómo podía ha­cer para que no se le enredaran los dedos, de tan aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo, cada vez más aprisa, tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía mover las manos Pero al rato, como que ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó a intentar una que otra tonada, pero sin terminar ninguna, y las de­jaba de tocar precisamente cuando uno ya le comenzaba a tomar gusto. Y luego se puso a ver qué tan fuerte tocaba el piano, y luego que vio lo que el piano podía aguantar, suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente! Todos estaban contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.

Inmediatamente comenzó, pero por cierto que no sonó muy bien. La verdad es que me gustó más cuando estaba templando el piano. Parecía dudar de por fin qué pieza tocar, y esto le perjudicaba mucho. Había un montón de sonidos agradables y de repente brincaba a otra cosa.

Por fin se puso a tocar algo que ya iba para largo y que a mí me estaba gustan­do, por cierto que hasta me senté bien para oírlo, cuando se tropezó con un mon­tón de notas equivocadas. Luego comenzó de nuevo, pero siempre se equivocaba en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento, cada vez más fuerte y más fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se tuviera que quedar toda la no­che. Pero no mejoró nada hasta que renunció y dejó esa pieza, pero no le valió, porque siguió lo mismo. Uno podía notar que estaba medio acalorado, y no lo cul­po, ¡la vergüenza de fallar delante de tanta gente!

Seguía enojándose más y más hasta que perdió por completo su control, y la for­ma en que golpeaba las teclas era algo horrible. Suerte que la tapa del piano estaba alzada, que si no, explota. Y de repente se dejó caer con las dos manos, tan fuerte como pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo haya oído nunca. Y ahí mismo abandonó todo y se paró, inclinándose como pidiendo excusas por haberlo siquie­ra intentado. Por lo menos eso pensé, aunque Juanita me dijo que era una pieza ma­ravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo! Me molestaba pensar en que la gente debiera darse cuenta de que él comprendía que el aplauso era sólo cortesía.

Iba a decirle yo algo más a Juanita, pero tengo mis razones para saber que no conviene ser sincero con las mujeres. Pero Juanita no es tan tonta, y me dijo:

—Quizás no te hayan gustado tanto estos números, tío Olaf, pero hay unos en el programa ¡que los va a adorar!
— ¡Ojalá! —exclamé mientras pensaba en las seis coronas.

Y luego ella se encogió toda en su asiento, como llena de gusto: —Vas a estar contento de haber venido, ¡ya verás!

Pero las dos siguientes piezas no fueron gran cosa y, sin embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí que todos sabían que tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban alentando hasta que llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba equivocando, pero yo sé que mis orejas todavía son lo bastante buenas para saber si un son está entonado o no. Lo único que
tengo que decir en su favor es que no se equivocaba por equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como Felipa. Ella se obstina tanto en sus errores que no tiene uno más remedio que admirarla.

Bueno, pues antes de que comenzara una de esas piezas, se sintió que lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que aguantaban el respiro, y la gente delante de nosotros se hizo para atrás en sus asientos como si se acomodaran para el resto de sus vidas.

Entró muy decidido, tratando de tantear a la gente sobre dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del piano, y de repente ya estaban en la mitad, saltando para adelante y para atrás, agarrando un punto de notas en un lado y azotándolas en otro, como si se tratara de arrancarles la cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a la otra por todo el piano, repicando como granizo en la
cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa, hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma que sólo se deslizaban sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba borracho nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que no tenía que pescarse del barandal.

De repente se enredó y se vio en un apuro difícil, pero en un arranque se zafó de la dificultad, volviendo al carril salvajemente. Era como el viento aullando y rasgando entre el velamen, con las lonas azotadas unas contra otras. Martilleaba con
una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de nuevo por el teclado. Y de arriba abajo, tan aprisa, que casi me mareaba tratando de tener mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y se perseguían, arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa igual.

Y todo el tiempo uno podía oír dos tonadas, ¡tan claro!, como el agudo grazni­do de una gaviota contra el mar encrespado.

Y de repente alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto! Y cuando volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero y poderoso, alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la playa, y se podía sentir cómo que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del mar. Y de cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos, como espuma sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos repetiditos que hacía temblando sus dedos en un mis­mo lugar, vuelta y vuelta, hasta que uno creía que se iba a dar un tropezón. Y lue­go lo hacía un poquito más arriba, y luego más abajo, y luego como que los corría juntos por el teclado, hasta que de verdad no me imaginaba cómo demonios se da­ba cuenta de lo que estaba haciendo.

De vez en cuando como que terminaba la pieza, pera él la recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al fin acabó, fue el lugar preciso en que debía acabarla.

Podría yo haber cacheteado a esa gente por aplaudirle luego que terminó. Des­pués de que había tocado tan bien, lo debieran haber dejado sólo un rato a que se calmara un poco de la emoción.

Le pregunté a Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo. Pero no le oí bien, y no le quise preguntar de nuevo porque era algo de "apasionada" y ¡ella es tan joven to­davía! Debieran tener cuidado de qué nombres les ponen a las piezas. Le pregun­té si podía tocar ella eso, porque me gustaría oírlo de nuevo. Se pusieron muy tris­tes sus ojos, y me dijo:

— ¡Pero no como él, tío Olaf!

Y lo curioso es que en ese momento vi muy claro el primer barco en que nave­gué. Y me puse a pensar lo que hubiera yo sentido si en aquel momento me hubie­ran devuelto a tierra, y eso me puso triste por algunos minutos.

Rachmaninoff estaba ya cansado para esto, y creo que si las demás piezas no hu­bieran estado en el programa, ya ni las hubiera tocado, y por mí mejor que así hu­biera sido. No sé qué ideas tienen algunas gentes, que le siguieron aplaudiendo.

Pero luego que ya había acabado con el programa, obsequió unas dos piezas ex­tras y hasta entonces fue cuando de verdad se puso a tocar cosas que la gente pue­de entender a fondo. No me acuerdo de los nombres, excepto que una era de unos turcos marchando, y ¡vaya si no se fue desde el principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que ésa es la que más le gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó, pues primero podría uno detener la marea.

Usted debe tratar de oírlo tocar alguna vez, sobre todo ésa de la apasionada, Jua­nita dice que va a seguir tocando por muchos años, y creo que después de todo ha­ce bien, a ver si mejora un poco. Un poco más de práctica en una de esas piezas, y con tal que abandone otras por completo, y tendrá mucho éxito.

Yo le pregunté a Juanita, como quien no quiere la cosa, si había otro profesor me­jor que ese Lorry, y ella me dijo que no. Y cuando estábamos esperando el tren, le dije casualmente que después de todo había decidido que siguiera tomando esas cla­ses, pues nadie mejor que yo sabe que se necesita un piloto para entrar al puerto.

Comenzó a llorar, pero se secó las lágrimas cuando oyó el silbatazo del tren.

Luego sonrió y me dijo que yo nunca me arrepentiría.

Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que al fin y al cabo ya ella y yo estába­mos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que Lorry cobra. Pero no protes­to. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo, mejor nos entendemos.


No es que el mar esté muy tranquilo que se diga, pero no me olvido de cómo Rachrnaninoff pudo, al fin tocar bien, con sólo que la gente le diera la oportunidad.

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