CARY KERNER
Traducción de Horado Quiñones
Es curioso eso de cómo tantas cosas suceden todo el tiempo
sin que uno se dé cuenta de nada hasta que se tropieza con ellas. Como eso de
los que tocan el piano y andan por todos lados cobrando tres coronas por cada
gente que los quiere oír. Yo nunca hubiera sabido que había esa clase de tipos
si no hubiera sido por mi sobrina Juanita.
Yo he cuidado a Juanita desde que era un monigote chiquito.
Como Felipa, mi mujer, pronto no la quiso tener cerca porque le daba mucha
lata, la mandé de interna a un colegio y dejé que le dieran clases de música,
y como para eso hicieron no sé qué arreglo en las vacaciones, la dejé de ver
por muchos arios. Felipa siempre anda recriminándome por aquello de los
gastos; pero yo quiero que Juanita llegue al puerto.
Bueno, pues hace como dos años que Juanita me escribió
preguntándome que si podía cambiar de maestro de piano y tomar clases de uno
que era muy bueno de verdad, uno muy caro que Creo se llama Lorry o algo así. Y
la señora que dirige el internado también me escribió y me dijo que yo debería
dejar que Juanita tomara clases de ese señor, porque ella iba a ser algún día
una famosa pianista. A mí me pareció que todo era pura tontería, porque yo nunca
he visto que los parientes de Juanita, por los dos lados, hayan sido nunca otra
cosa que marineros trabajadores y humildes. Pero como yo no soy de esos que a
la fuerza quieren que todos piensen igual que ellos, pues me decidí a mandar
más dinero después de haberlo pensado un poco, y me callé la boca sin decirle
nada a Felipa.
Al fin y al cabo que Felipa no sabe cómo andan mis negocios,
porque a veces, cuando estoy muy cansado, me voy a la casa, pero otras veces me
quedo en la casa del capitán Spraghe, sobre todo según me haya ido con Felipa
la última vez que la he visto. Yo siempre he pensado que hay tempestades que se
pueden capotear, pero a otras hay que huirles, y yo no soy de los que andan
buscando dificultades.
Pues nada, que cuando las cosas se pusieron difíciles con
esos del comercio, y muchos barcos tuvieron que suspender sus viajes porque no
había carga, pensé que al fin y al cabo podría darle a Felipa lo que me andaba
pidiendo desde hacía mucho, corno era su derecho, si sólo yo le cortara un poco
los gastos que estaba haciendo con Juanita en la escuela. Y le escribí
diciéndole cómo andaban las cosas, a ver si podía darse maña para aprender lo
mismo con un profesor más barato. Inmediatamente recibí la carta más linda que
pudiera esperar. Me dijo que sentía mucho no haberse dado cuenta de que la
situación era mala, y que al fin y al cabo ya había estado pensando dejar de
tomar clases y ponerse a enseñar el piano a niños y gente que todavía no sabían
tanto corno ella.
Fue una carta muy animadora, hasta con dos o tres chistes
como los que siempre acomoda en sus cartas, las que acostumbraba yo enseñarle a
Felipa, pero que ahora ya no le enseño. Pero me sentía muy raro mientras la
estaba leyendo: algo así como cuando yo era muchacho y mi madre me regañaba
porque me gustaba andar en el muelle oliendo a pescado y hablando de barcos. Al
leer la carta oía todo el tiempo algo corno un ruido de alguien que llora,
como gaviotas en una noche de borrasca.
Y de repente me entraron ganas de ir a ver a Juanita, ya que
no lo había hecho nunca; le escribí, y fui.
Ella fue a la estación para encontrarme, y fue bueno que
ella me reconociera, porque yo nunca me hubiera imaginado que ella era mi
pequeña Juanita. De la nena graciosa, gordita y de ojos grandes que era antes,
se había transformado en la muchacha más hermosa que uno se pudiera imaginar.
Delgada y fina como un yate, con ojos azules como el mar, cara llena de
hoyuelos cuando sonreía, y su cabello como una aureola dorada sobre sus
hombros. Sus manos eran casi tan fuertes como las de un hombre, pero blancas y
largas.
Buscamos un lugar para comer y platicar, y lo primero que
ocurrió fue que le brillaron los ojos y sacó unos papeles de su bolsa:
—Mira, tío Olaf, ¡dos boletos para Rachmaninoff!
Me di cuenta de que lo que yo debía haber hecho era patear y
gritar de gusto, pero no tuve más remedio que decirle que yo no sabía quién era
ese Rachmaninoff. — ¡Pero si es el príncipe de todos ellos! ¡El gran pianista
ruso!
Con lo que me dejó igual que antes. Pero ella dijo que era
como un dios o algo así, y la dejé que se volviera loca de entusiasmo. Pero yo
ya sé por experiencia que hay que tener miedo de ir a donde una mujer quiere
llevarlo a uno, y le dije que no tenía mucho tiempo para quedarme, y que mejor
ella me tocara algo si había un piano a la mano.
Ella se volvió toda hoyuelos y me dijo:
— ¡Pero si he pagado seis coronas de las que has ganado con
tanto trabajo, tío, para agasajarte a lo grande!
— ¡Seis coronas! — temo mucho que grité muy fuerte—.
¿Quieres decir que...? —Ah, pero fue por dos boletos —me respondió
inmediatamente, como si tres coronas por cada boleto no fueran nada.
Iba yo a decir algo acerca de la mala situación, pero no
quise sentirme responsable por quitarle esa mirada de felicidad de la cara, y
me callé. Además, de todos modos, cada vez que me siento con ánimo de ser
tacaño, me acuerdo de lo tacaña que es Felipa, y mejor me callo.
No pasó mucho tiempo sin que fuéramos a la casa de la ópera,
donde ese tipo cobraba tres coronas por asiento. Había un montón de mujeres
pavoneándose enfrente, hablando tonterías y haciéndose las interesantes, y
mirándose en espejitos, y oliendo hacia el cielo con perfumes raros.
—iTe va a encantar, tío! —me decía Juanita cada vez que yo
trataba de disuadirla de meternos entre tanta gente.
—Sí, yo creo que me va a encantar... tanto como si me
mandaras a capotear un temporal noroeste —dije yo, y ella nada más sonreía.
Adentro, cuando al fin entramos, había más asientos de los
que yo nunca había visto en mi vida, y muy pronto todos estuvieron llenos. Y
había muchos hombres también, lo que muestra que también hay muchas mujeres
tercas y alborotadoras en el mundo, y yo me quedé pensando si ellos se sentían
tan a disgusto corno yo, ahí sentados esperando que viniera otro a tocarles en
el piano. Ya me imaginaba cómo ese Rachmaninoff estaba por ahí viéndonos y
riéndose de habernos hecho gastar tres coronas por oírlo. Eso me hizo que me
enojara un poco, pero al fin y al cabo, pensé, cada quien se gana la vida como
puede, y quizás el pobre no sabía hacer otra cosa.
No había nada de decorado en el escenario, nada más un piano
con la tapa abierta, y se veía muy feo. De repente todos se quedaron quietos,
y alguien dijo quedito:
—¡Ya viene! —como si fuera un circo o algo.
Y luego todos comenzaron a aplaudir, y él entró caminando al
foro. De veras que me sorprendí al verlo. Me pareció que un hombre tan fuerte
podía hacer lo menos una docena de cosas más útiles que tocar el piano.
Él se inclinó muy serio, fue a sentarse delante del piano y
esperó a que todos se quedaran callados a su gusto. No pude menos que sentir
lástima por él, ahí sentado solito y todo el mundo viéndolo. Supongo que fue
lo nervioso que se puso desde el principio lo que lo hizo equivocarse tantas
veces en casi todas las piezas que tocó.
Tan pronto como dejaron de aplaudir, comenzó a templar el
piano. Al principio sus dedos estaban algo duros y tiesos, y nada más picaba
aquí y allá, pero muy pronto se calentó de una manera sorprendente, y antes de
que me diera cuenta ya estaba yo sentado en la orilla del asiento tratando de
comprender cómo podía hacer para que no se le enredaran los dedos, de tan
aprisa que los movía. Iba para arriba y para abajo, cada vez más aprisa,
tratando de mostrarle al público qué tan rápido podía mover las manos Pero al
rato, como que ya no pudo más, y lo dejó. Luego comenzó a intentar una que otra
tonada, pero sin terminar ninguna, y las dejaba de tocar precisamente cuando
uno ya le comenzaba a tomar gusto. Y luego se puso a ver qué tan fuerte tocaba
el piano, y luego que vio lo que el piano podía aguantar, suspendió todo.
¡Y vaya! ¡Si vieran cómo aplaudió esa gente! Todos estaban
contentos de que ya estuviera listo para comenzar a tocar.
Inmediatamente comenzó, pero por cierto que no sonó muy
bien. La verdad es que me gustó más cuando estaba templando el piano. Parecía
dudar de por fin qué pieza tocar, y esto le perjudicaba mucho. Había un montón
de sonidos agradables y de repente brincaba a otra cosa.
Por fin se puso a tocar algo que ya iba para largo y que a
mí me estaba gustando, por cierto que hasta me senté bien para oírlo, cuando
se tropezó con un montón de notas equivocadas. Luego comenzó de nuevo, pero
siempre se equivocaba en el mismo lugar. Sin embargo, persistía en su intento,
cada vez más fuerte y más fuerte, como si estuviera decidido a lograrlo así se
tuviera que quedar toda la noche. Pero no mejoró nada hasta que renunció y
dejó esa pieza, pero no le valió, porque siguió lo mismo. Uno podía notar que
estaba medio acalorado, y no lo culpo, ¡la vergüenza de fallar delante de
tanta gente!
Seguía enojándose más y más hasta que perdió por completo su
control, y la forma en que golpeaba las teclas era algo horrible. Suerte que
la tapa del piano estaba alzada, que si no, explota. Y de repente se dejó caer
con las dos manos, tan fuerte como pudo, haciendo el ruido más horroroso que yo
haya oído nunca. Y ahí mismo abandonó todo y se paró, inclinándose como
pidiendo excusas por haberlo siquiera intentado. Por lo menos eso pensé,
aunque Juanita me dijo que era una pieza maravillosa. ¡Y la gente aplaudiendo!
Me molestaba pensar en que la gente debiera darse cuenta de que él comprendía
que el aplauso era sólo cortesía.
Iba a decirle yo algo más a Juanita, pero tengo mis razones
para saber que no conviene ser sincero con las mujeres. Pero Juanita no es tan
tonta, y me dijo:
—Quizás no te hayan gustado tanto estos números, tío Olaf,
pero hay unos en el programa ¡que los va a adorar!
— ¡Ojalá! —exclamé mientras pensaba en las seis coronas.
Y luego ella se encogió toda en su asiento, como llena de
gusto: —Vas a estar contento de haber venido, ¡ya verás!
Pero las dos siguientes piezas no fueron gran cosa y, sin
embargo, la gente aplaudió cada vez. Yo luego comprendí que todos sabían que
tenía una cosa muy buena de reserva, y nada más lo estaban alentando hasta que
llegara su turno de tocarla. Juanita decía que no se estaba equivocando, pero
yo sé que mis orejas todavía son lo bastante buenas para saber si un son está
entonado o no. Lo único que
tengo que decir en su favor es que no se equivocaba por
equivocarse, lo que casi lo compone todo, como quien dice. Es como Felipa. Ella
se obstina tanto en sus errores que no tiene uno más remedio que admirarla.
Bueno, pues antes de que comenzara una de esas piezas, se
sintió que lo que iba a seguir era cosa buena. Todos como que aguantaban el
respiro, y la gente delante de nosotros se hizo para atrás en sus asientos como
si se acomodaran para el resto de sus vidas.
Entró muy decidido, tratando de tantear a la gente sobre
dónde se movían sus manos. Las tenía en los extremos del piano, y de repente ya
estaban en la mitad, saltando para adelante y para atrás, agarrando un punto de
notas en un lado y azotándolas en otro, como si se tratara de arrancarles la
cáscara a las teclas. Una mano andaba persiguiendo a la otra por todo el piano,
repicando como granizo en la
cubierta, en golpes rápidos y secos, y más y más aprisa,
hasta que se le descontrolaron los dedos en tal forma que sólo se deslizaban
sin parar, haciéndome recordar al viejo capitán Spraghe, que cuando andaba
borracho nada más iba balanceándose sobre el puente, tratando de aparentar que
no tenía que pescarse del barandal.
De repente se enredó y se vio en un apuro difícil, pero en
un arranque se zafó de la dificultad, volviendo al carril salvajemente. Era
como el viento aullando y rasgando entre el velamen, con las lonas azotadas
unas contra otras. Martilleaba con
una mano sobre la otra hasta que la arrinconaba, y tenía que
saltar por encima para escapar, como rana, para que la otra la persiguiera de
nuevo por el teclado. Y de arriba abajo, tan aprisa, que casi me mareaba
tratando de tener mis ojos y mis orejas abiertas. Esas manos brincaban tanto y
se perseguían, arrebatándose el lugar, tan aprisa como nadie vio nunca cosa
igual.
Y todo el tiempo uno podía oír dos tonadas, ¡tan claro!,
como el agudo graznido de una gaviota contra el mar encrespado.
Y de repente alzó las manos y las detuvo en el aire. ¡Por
Dios que uno podía oír la melodía escurriendo de sus dedos en alto! Y cuando
volvió a bajar las manos se hundió de lleno en un navegar ligero y poderoso,
alisando la melodía como olas grandes y hermosas rodando sobre la playa, y se
podía sentir cómo que lo subían a uno y lo bajaban en el vaivén del mar. Y de
cuando en cuando metía un chorro de sonidos brillantes, luminosos, como espuma
sobre la cresta de una ola entre las rocas. Y había unos sonidos repetiditos
que hacía temblando sus dedos en un mismo lugar, vuelta y vuelta, hasta que
uno creía que se iba a dar un tropezón. Y luego lo hacía un poquito más
arriba, y luego más abajo, y luego como que los corría juntos por el teclado,
hasta que de verdad no me imaginaba cómo demonios se daba cuenta de lo que
estaba haciendo.
De vez en cuando como que terminaba la pieza, pera él la
recogía de nuevo y no le gustaba tener que dejarla, y cuando al fin acabó, fue
el lugar preciso en que debía acabarla.
Podría yo haber cacheteado a esa gente por aplaudirle luego
que terminó. Después de que había tocado tan bien, lo debieran haber dejado
sólo un rato a que se calmara un poco de la emoción.
Le pregunté a Juanita qué pieza era ésa. Ella me dijo. Pero
no le oí bien, y no le quise preguntar de nuevo porque era algo de
"apasionada" y ¡ella es tan joven todavía! Debieran tener cuidado de
qué nombres les ponen a las piezas. Le pregunté si podía tocar ella eso,
porque me gustaría oírlo de nuevo. Se pusieron muy tristes sus ojos, y me
dijo:
— ¡Pero no como él, tío Olaf!
Y lo curioso es que en ese momento vi muy claro el primer
barco en que navegué. Y me puse a pensar lo que hubiera yo sentido si en aquel
momento me hubieran devuelto a tierra, y eso me puso triste por algunos
minutos.
Rachmaninoff estaba ya cansado para esto, y creo que si las
demás piezas no hubieran estado en el programa, ya ni las hubiera tocado, y
por mí mejor que así hubiera sido. No sé qué ideas tienen algunas gentes, que
le siguieron aplaudiendo.
Pero luego que ya había acabado con el programa, obsequió
unas dos piezas extras y hasta entonces fue cuando de verdad se puso a tocar
cosas que la gente puede entender a fondo. No me acuerdo de los nombres,
excepto que una era de unos turcos marchando, y ¡vaya si no se fue desde el
principio hasta el fin sin equivocarse ni una vez! Apuesto a que ésa es la que
más le gusta tocar. Uno no pudiera detenerlo una vez que comenzó, pues primero
podría uno detener la marea.
Usted debe tratar de oírlo tocar alguna vez, sobre todo ésa
de la apasionada, Juanita dice que va a seguir tocando por muchos años, y creo
que después de todo hace bien, a ver si mejora un poco. Un poco más de
práctica en una de esas piezas, y con tal que abandone otras por completo, y
tendrá mucho éxito.
Yo le pregunté a Juanita, como quien no quiere la cosa, si
había otro profesor mejor que ese Lorry, y ella me dijo que no. Y cuando
estábamos esperando el tren, le dije casualmente que después de todo había
decidido que siguiera tomando esas clases, pues nadie mejor que yo sabe que se
necesita un piloto para entrar al puerto.
Comenzó a llorar, pero se secó las lágrimas cuando oyó el
silbatazo del tren.
Luego sonrió y me dijo que yo nunca me arrepentiría.
Yo no le he dicho nada a Felipa. Parece que al fin y al cabo
ya ella y yo estábamos anclados juntos para siempre, a pesar de lo que Lorry
cobra. Pero no protesto. Se me hace que entre más nos vemos Felipa y yo, mejor
nos entendemos.
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