ALBERTO RUY-SÁNCHEZ
UN JARDÍN
EN TUS OJOS
Una tarde de otoño, en el mercado viejo del puerto de
Essaouira, antes Mogador, en la costa Atlántica de Marruecos, encontré a una
mujer que vendía flores de la manera más extraña posible. Mostraba sólo unos
cuantos pétalos de diferentes colores en sus manos impecablemente tatuadas. Por
la frescura y el olor de los pétalos sus clientes juzgaban la mercancía y
regateaban su compra.
Las flores
permanecían por lo pronto en su casa, en una zona bastante inaccesible, muy
adentro del mercado. Cuando ya había cerrado un trato daba cita a sus clientes
en la fuente de la Nueve Lunas, donde se cruzan o terminan nueve callejuelas
curvas y los azulejos frente al agua devuelven nueve reflejos diferentes de la
luna menguante. Ahí entregaba los ramos y recibía el dinero. Desde ahí, desde
ese rincón de agua, emprendía de nuevo su paseo por el mercado con las manos
extendidas tratando de provocar los ojos y el olfato de quienes pasábamos por
ahí.
Cuando me topé con
ella por primera vez yo llevaba un par de horas felizmente perdido en el tejido
irregular de las calles estrechas. Experimentaba esa forma de embriaguez que
ofrecen los laberintos al enfrentarnos a lo indeterminado, al hacer de cada
paso la puerta hacia una posible aventura.
Había osado meterme
hasta en los pasadizos tortuosos que se forman de manera diferente cada día de
la semana dependiendo de quiénes iban o no a poblar con sus puestos y
mercancías las plazas recónditas. Dicen que en esos rincones hasta los mismos
comerciantes se extravían los días de la semana que no es su turno de levantar
un puesto. Una trama distinta enreda y desenvuelve sus pasos cada vez.
Siempre hay plazas
dentro de las plazas, calles dentro de otras y tiendas dentro de tiendas hasta
llegar a la caja de madera taraceada más pequeña que, en sus compartimentos
interiores de marquetería puede albergar, en miniatura, lo esencial de un
mercado : sus olores.
Poco a poco iba yo
aprendiendo a distinguir en cada pequeñísimo detalle de la ciudad de Mogador el
universo que concentra. Porque ahí cada cosa, cada gesto, cada sonido es puerta
y detonador de otros ámbitos. Y muy pronto iba a descubrir que, así como los
inmesos mercados de frutas y flores pueden estar en una diminuta caja de madera
perfumada, uno de los jardines más seductores de Mogador se abriría para mí en
los pétalos de colores resplandecientes sobre las manos tatuadas de aquella
vendedora de flores.
Antes de cruzarme
con ella me había elegido como un posible cliente. En cuanto me vio a lo lejos,
en las calles del mercado, vino directamente hacia mí. Su mirada multiplicaba
su fuerza expresiva en el rostro velado. Como si me gritara desde lejos con los
ojos. Caminó unos quince pasos atrapándome en sus pupilas negras sin un
pestañeo. Pero un par de metros antes de estar a distancia de hablarme bajó la
mirada hacia sus manos extendidas. Vi los pétalos de colores. Sin tocarlos
sentí su textura de piel suave y perfumada. Esos pétalos frágiles contrastaban con la rigurosa geometría
tatuada en sus manos que las hacía parecer una elegante tela teñida de rombos y
caminos.
Rompió un par de
pétalos con dos dedos liberando una fragancia intensa. Cuando levantó la mirada
ya no se fijaba en mí. Parecía perseguir algo a mis espaldas. Y pasó lentamente
a mi lado casi rozándome sin voltear un segundo a verme de nuevo. Lo hizo de
tal manera que el olor de sus flores, seguramente más intenso por el par de
pétalos estrujados, me golpeó con fuerza subrayando su repentina indiferencia y
obligándome, por supuesto, a seguirla.
Suavemente se fue
metiendo de nuevo en su laberinto. No me miraba pero sabía que yo estaba
caminando sobre sus pasos. De pronto creía haberla perdido y reaparecía ante
mis ojos. La tercera vez que eso sucedió había llegado a una calle sin salida,
ni puertas donde ella pudiera haberse metido. Al encontrarme de pronto frente a
un muro me volví para retomar mi camino y ahí estaba ella, venía detrás de mí,
hacia mí.
Su coquetería
pasiva se volvió desafío. Y después de nuevo coquetería. Discutimos el precio
de sus flores y me habló de algunas orquídeas y cactus muy especiales que sólo
existían en Mogador, así como de la planta de la Jena, de donde sacaba los
tintes para el pelo y las manos. Me explicó la geometría de sus tatuajes.
Después de venderme un par de ramos y de una larga conversación que duró hasta
la caída de la tarde, me ofreció
mostrarme al día siguiente su Ryad, palabra mágica que significa Jardín Interno. El reducto natural dentro de
una casa.
Ryad es por supuesto uno de los nombres del paraíso. Los
místicos árabes dicen que el Ryad es donde uno puede unirse a Dios. Los poetas
la usan para hablar tanto del corazón de sus amadas como del sexo atesorado y
misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que pacientemente los
siembra y los cultiva. La promesa de la vendedora de flores, quien para
entonces ya me había dicho que se llamaba Khadiya, me mantuvo sin dormir casi
toda la noche.
Me había dado cita
en una parte de la muralla que da al mar. Llegué antes y pude ver cómo amanecía
en Mogador. Cuando ella llegó su sombra era larga y fresca. Las gotas del
amanecer se reventaban bajo sus pasos. Desde ahí caminamos un tiempo que me
pareció largo y breve simultáneamente. Fuimos por un camino tan complicado que
nunca podría tomarlo de nuevo. Era como un hueco oculto en ese punto donde el
tiempo y el espacio se vuelven como espejos y nadie sabe ya qué es verdad y qué
es reflejo.
Mientras
avanzábamos yo observaba sus gestos lentos y sensuales adivinando extrañamente
su cuerpo debajo de una montaña de telas onduladas que se volvían habladoras
con sus movimientos. Porque esta vez llegó cubierta con un Haik, que es más que
un velo: una tela blanca muy grande por encima de su Kaftán que, para que no
arraste, requiere ser llevada con mil pliegues. Un arreglo aparentemente burdo
pero ideado con un riguroso plan de recato extremo y también de extrema
coquetería: sin duda logra mostrar con terrible fuerza sugerida lo que esconde:
la sensualidad deseable de una mujer obvia e intensamente deseante, viva.
Nos detuvimos en
varias tiendas. Conversamos con gente que se cruzaba en la calle. Me mostró
rincones de la ciudad de extraña belleza, insignificantes para quien no sea
sensible a las formas curiosas que toman las ciudades, sus piedras, su madera,
cuando son trabajadas por el tiempo. Lugares inaccesibles si ella no me lleva a
verlos. Cuando al fin llegamos a su casa, su sombra prácticamente ya cabía
abajo de sus sandalías y no había en ella gotas de rocío que se rompieran.
Su Ryad resultó ser
un fresco y breve huerto de frutas y flores, inesperado entre pasillos
estrechos de geometría aparentemente caprichosa, dentro de una bellísima casa
cubierta de azulejos, también insospechada entre las callejuelas del puerto.
No volví a salir de
ahí hasta que ella lo decidió. Durante poco más de dos semanas fui, feliz y
asombrado a cada instante, su prisionero. Todavía me escribe de vez en cuando
algún mensaje breve o una tarjeta postal que siempre termina con la frase:
"En mí tu Ryad te espera". Cada vez que la leo se desencadena a lo
largo de mi cuerpo una avalancha de felicidad por recordarla y de angustia por
no tenerla que me quita la respiración. Releo sus notas como se tiene un vicio.
Pero de ella
atesoro, además de las huellas profundas que su cuerpo desnudo puso para
siempre en el mío, y además de los placeres de su inteligencia ágil y voraz y
velocísima, una fotografía. Una mañana, la novena, creo, me despertó con
palabras en vez de hacerlo con las manos o con la boca como todos los días.
--¿Quieres saber
cómo soy sin tatuajes?
Le dije que no, que
me gustaba con ellos. Eran tatuajes de Jena, del tinte hecho de esa planta del
desierto que según el Corán se encontraba en el paraíso al lado de los dátiles
y las palmeras. Formaban una asombrosa geometría, como un jardín perfecto en
todo su cuerpo. Y me gustaba perderme minuciosamente en su veredas. También era
una forma de estar vestida con ropa de piel: desnudez que no es pero parece. Un
manto de líneas tan sólo, pero líneas rituales sin duda que creaban alrededor
de ese cuerpo un espacio prácticamente sagrado; donde ella era mi diosa nueva y
mi experimentada sacerdotisa; un espacio único, trascendente.
Como si no me
hubiera oído continuó buscando lo que había planeado mostrarme. Sacó del fondo
de un arcón de taracea una tela bellísima, doblada varias veces para proteger
una fotografía. Parecía una imagen muy vieja pero estaba impecablemente
conservada en un marco antiguo y además la mostraba a ella desnuda en una toma
que parecía reciente. Sólo su cabeza estaba semi cubierta por una tela muy
blanca con flores bordadas que yo había visto todos los días al lado de su cama
e incluso había tenido en mis manos. Ella me había acariciado con los flecos de
esa tela.
Su piel obscura y
tersa contrastaba con el muro cargado de texturas deslavadas a su espalda. Era
evidente que quien tomó la fotografía le pidió que levantara los brazos para
mostrar mejor las ondulaciones de su cuerpo. Ella los mantiene en alto pero de
lado y con las manos juntas. Su mirada, también de perfil, se mantiene abajo,
escondida. Entrega su cuerpo a nuestros ojos pero su mirada pudorosa en el
fondo la oculta, la preserva. Sólo su sonrisa revela un universo de picardía.
La misma sonrisa que le había visto regalarme con frecuencia esos días. Pero la
fotografía raptaba mi atención dentro de mi feliz rapto. De nuevo quedaba yo
atrapado con fascinación en ese mundo de
paradojas sensuales donde una mujer desnuda está vestida de tatuajes y la más
revestida queda desnuda en cuanto camina; la mujer velada grita abiertamente
por los ojos y la desnuda los esconde hasta el fondo de sí misma. Donde los
jardines son secretos y los secretos del placer extremo son jardines: Ryad del
alma y del cuerpo.
Le pregunté cuándo
se la habían tomado. Me lanzó de nuevo esa sonrisa de tres trasfondos y no
respondió. Pregunté de nuevo tres veces y sólo entonces aceptó decirme:
---No soy yo, es mi
bisabuela. Se llamaba como yo, Khadiya, pero su historia fue mucho más
complicada. Dicen que esta fotografía fue tomada por mi verdadero bisabuelo.
Pero ella nunca volvió a verlo y él nunca supo que tuvo una hija.
Me entró el deseo
de llevarme esa imagen y la convencí de ir juntos a casa del viejo fotógrafo
del puerto para pedirle que hiciera una copia para mí.
---Bueno, así me
vas a tener sin tenerme --me dijo sonriendo. Voy a ser para ti como un sueño
nuevo en una fotografía impresa antes de que los dos naciéramos: como un Ryad
nuestro muy escondido en un tiempo que no vivimos; un jardín en tus ojos. Sólo
tú me podrás ver donde no estoy.
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