domingo, 31 de julio de 2011

Un cuento de Antonio Lobo Antunes





Antonio Lobo Antunes es un hombre encantador, siendo psiquiatra es medio filósofo o filosofo completo, estuve viendo sus discursos de agradecimientos a algunos de los premiso que ha recibido y conforme agradecía a las personas que habían sido sus maestros: un esquizofrénico , los africanos con un concepto original del tiempo mientras él estuvo en la guerra de Angola, una mujer que llegó tarde a curarse de cáncer, un niño llamado José Francisco en un hospital de pediatría que a pesar de mostrar una maravillosa alegría de vivir, murió. Antonio escribe un poco como nuestro Julio Ramón Ribeyro, por los que no tienen voz, por los que aún no la han encontrado, por los niños que mueren. Y nos dice:
Una de las cosas más hermosas de la literatura es que nos hace erguirnos en las patas traseras y proyectar una inmensa sombra, es lo que da dignidad y sentido a nuestra vida.
Admirador de Vonrad y de Chejov, si tuviera que escoger un autor se quedaría con Quevedo. Y afirma con énfasis que son solo dos las cosas importantes de la vida: el amor y la amistad. La amistad como una forma de amor.
Algo que dice me imprsiona y quiero recordarlo: Somos como casas muy grandes, dice, y solamente vivimos en dos habitaciones. Tenemos miedo de abrir las puertas y muchas veces intentamos abrirlas en pardes que no tienen puertas. Cuando escribes o lees algo muy bueno,se abren las ventanas y las puertas y todo, con los libros quizás tengas acceso a esos lugares, a partes tuyas tan importantes aunque a veces no deseamos conocer o negamos, intentamos olvidar y deseamos que no sean parte de nuestra vida.


TOM

Hay sorpresas así: he recibido una carta de amor anónima.

Un hombre que firma Solitario Orgulloso. Dice que me ve todos los días en el autobús cuando voy al trabajo, me sigue de lejos sin atreverse a hablarme, se da cuenta de que trabajo en Monteiro & Seabra, espera hasta las seis, en una esquina discreta (es Solitario y Orgulloso, de ahí la esquina discreta), a que yo salga por la puerta de cristal camino del autobús otra vez, me acompaña desde el otro extremo del vehículo, solitaria y orgullosamente, en el viaje hasta casa, mirándome en los momentos en que no miro a nadie, baja en la parada siguiente y viene a espiarme por la ventana iluminada de la cocina donde empiezo a preparar la cena. En cuanto llega mi marido y me da un beso en el cuello se marcha muerto de celos. Es también casado pero no duerme con su mujer en la misma habitación y por tanto besos en el cuello ni en sueños. No hay nada entre ellos. No se separa por los hijos y porque ella le da pena. Dos hijos, el segundo minusválido: algo en la columna, ingresos, medicinas carísimas. Una vida sin sentido y en esto yo que le doy sentido a su vida, sujeta a la barra del 46. No entiendo cómo una mujer de mi edad, sujeta a una barra, puede darle sentido a la vida de un Solitario Orgulloso, yo que no soy guapa, soy bajita, uso gafas y sufro horrores con este pelo tan frágil, que siempre se me queda en el cepillo. Mirando con atención, se nota la piel al trasluz. Mi marido no es un Solitario Orgulloso sino un Solitario Indiferente.

Fuera del beso en el cuello, tan rápido, ni siquiera un poco de charla, aunque más no sea. No tengo dos hijos: tengo una hija de veintiún años que estudia periodismo. Su pelo, pobre, también es frágil. Mi marido, en compensación, una melena que ofende. En ocasiones descubro a mi hija que, disimuladamente, nos espía a ambos, comparando mechones, y nos mira con odio. Si consiguiese un novio pienso que su odio se mitigaría. Pero no consigue ninguno. Se encierra en la habitación, en caso de que la llame grita Ya voy y casi nunca viene y, si viene, es a mirarme de reojo, refunfuñando. La llamamos Bela (de Florbela, como mi madre) y mi hija repite ¡Bela! Con asco. Aún hoy no consigo saber si mi marido se da cuenta. Y en medio de todo esto me llega el Solitario Orgulloso y la carta de amor.

Antes me gustaba recibir cartas: hasta me alegran los folletos de propaganda en el buzón, supermercados, cerrajeros (realizan todas las reparaciones con perfección y rapidez), persianas, tarimas flotantes listas para transformar mi piso en un yate. Unas primas me escribían desde el norte: se cansaron de escribir. Mi marido cierta vez una postal, cuando fue por motivos de trabajo a Galicia, pero insulsa, sin ternura: llego sábado João. Y ahora, cuando menos me lo esperaba, un hombre que se exalta por mi modo de abrazarme a las barras. Solitario Orgulloso, en mi opinión, es un seudónimo bonito. Una especie de vaquero galopando en una planicie de cardos, sin miedo a los indios, con escopeta y lazo, camisa a cuadros y ojos azules. El domingo vi en el centro comercial una camisa a cuadros y enseguida pensé que le quedaría bien. Desde que llegó la carta, he intentado descubrir si hay alguien en el 46 con los ojos azules. O con botas con espuelas, bebiendo de una cantimplora polvorienta y secándose la boca con el dorso de la mano en un movimiento viril. A lo sumo pañuelos que se suenan.

Tipos con cartera. Viejas. Alguna que otra muchacha cuyo pelo me supera, todas más altas que yo, todas menos rechonchas. Y el conductor, sin nada de paciencia, gruñéndonos con cualquier pretexto.

He escondido la carta en el cajón de la ropa interior, por debajo de los sostenes y de las bragas, aunque me cohíba que el Solitario Orgulloso descubra intimidades. Lencería color carne. El mismo domingo en que vi la camisa a cuadros en el centro comercial, vi un sostén con encajes negros (dos números por debajo de mi talla pero qué importa) y me lo compré. Tiene una rosa de gasa roja en el centro (inventan cada cosa) y ahora la carta está pegadita a los encajes. Tuve el cuidado de acomodar las palabras Solitario Orgulloso junto a la rosa, haciéndose compañía. De vez en cuando abro el cajón y allí están abrazados.

La carta llegó hace dos meses, el día veintisiete de julio, y desde entonces nada. Si observo desde el segundo piso de Monteiro & Seabra no hay nadie en la acera, lo que me angustia porque puede tener que ver con la esquina discreta, y en la esquina discreta un hombre que enciende un cigarrillo rascando la cerilla en el umbral. Debe de tener un nombre estadounidense, Ray, Nick, Bob. Bob ni por asomo, que es el perro de la planta baja. Ray o Nick. O Tom. Tom me gusta. Yo en la cocina con el agobio de la cena, ceñida por el sostén de la rosa, claro, y Tom dejando el sombrero sobre el frigorífico y acercándose a mí, ojalá que sin estropearme las baldosas con las espuelas. En lugar del beso en el cuello me da de beber de la cantimplora sin quitarse el cigarrillo de la boca. De puntillas casi le llego al mentón. Apoya la escopeta y el lazo en la encimera, se saca la pistola de la pistolera, la hace dar dos giros completos en el dedo y la enfunda otra vez. Lleva la camisa a cuadros del centro comercial. Huele a piel roja, a coyote, a búfalo. Lanza el cigarrillo al fregadero de una pulgarada. Se inclina hacia mí y yo erguida sobre mis zapatillas, con los ojos cerrados, aceptándolo. El cierre del sostén me lastima la espalda y ¿qué más da? Lo que cuenta es la rosa. De gasa. Hinchándose. Comienzo a arquear los brazos para acariciarle la cara y la voz de mi hija, desde la puerta ¿Vas a bailar el vira? con el odio de siempre, con la acritud de siempre. Si no me quejo de mi pelo ¿por qué razón sufre tanto por el de ella? Gracias a Dios no repara en Tom, así que siempre puedo responderle Para cenar hay guisantes con huevos escalfados señalando la cocina, mientras el olor a piel roja, a coyote y a búfalo se acentúa paso a paso y me lleva consigo camino del saloon donde unos desharrapados con revólver juegan a las cartas con una lentitud feroz y un tipo instalado frente a un piano vertical, con la chistera abollada, me sonríe sin parar de tocar.

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