domingo, 3 de julio de 2011

Un cuento de Ana María Matute

En este mismo blog cuento que conocí a Ana María Matute hace unos años.Yo acababa de verla participando durante un encuentro de escritoras realizado en la Universidad de Lima,y me pareció una coincidencia increíble. Compartimos un almuerzo y una rica copa de vino . ¿Qué hablamos? No lo recuerdo, solo me queda la agradable sensación de haber estado un buen rato con esta escritora, ahora ganadora del premio Cervantes.
Solo tres mujeres lo han ganado. María Zambrano, también española y Dulce Maria Loaynaz, cubana.
Ana María muchas veces cuenta que cuando era niña, su madre, mujer que era muy severa y exigente, solía ponerla muy a menudo en penitencia en un cuarto oscuro. Para mí, al contrario de mis hermanos a quienes les daba miedo,dice, era una felicidad porque me dejaban en paz. Era un cuarto trastero con muchos armarios y una escalera y yo subía por ella y me acurrucaba en el techo de esos armarios. Allí descubrí la luz de la oscuridad que le daba otros aspecto a las cosas, era como ver la realidad de los sueños. A veces abría los armarios y me ponía los abrigos con olor a naftalina de mis hermanos, quienes eran los únicos niños que me querían; las niñas no me querían nada porque yo era tartamuda y se reían de mí cuando no podía recitar la lección en el colegio. Encerrada en aquel cuarto inventaba historias y era feliz. Allí, sin saberlo, empecé a ser escritora.



Acá tenemos un cuento de Ana María en donde reslata el poder de la imaginación:
El Árbol de Oro
por Ana María Matute





Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veíia rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.
La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter mas bien áspero y grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta y persiguiéndose alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y - yo creo que muchas veces contra su voluntad - la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y aplicados.

Quizá lo que mas se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué. Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el mas aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de la tarea - a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde no entramos nunca -, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La maestra dudo un poco, y al fin dijo: - Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la torrecita. A la salida de la escuela le pregunté:

- iQué le has dicho a la maestra? - Ivo me miró de traves y vi relampaguear sus ojos azules.

- Le hablé del árbol de oro. - Sentí una gran curiosidad.

- iQué árbol?

Hacia frio y el camino estaba humedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.

- Si no se lo cuentas a nadie...

- Te lo juro, qué a nadie se lo diré.

Entonces Ivo me explicó: - Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas, tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno, siempre. Resplandece mucho; tanto, qué tengo qué cerrar los ojos para que no me duelan.

- Qué embustero eres! -dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con desprecio.

- No te lo creas - contestó. Me es completamente igual que te lo creas o no... ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi árbol!

Lo dijo de tal forma que no pude evitar preguntarle: - ¿Y cómo lo ves... ?

- Ah, no es fácil - dijo, con aire misterioso. - Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.-

- ¡Rendija... ?

- Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me agacho y me paso horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate qué si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me subiera a una rama,¿me volvería acaso de oro también?

No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de tal forma qué me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba: - ¿Lo has visto? - Sí - me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:

- Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos,y con los pétalos alargados Me parece que esa flor es parecida al arzadú.

- ¡La flor del frío! -decía yo, con asombro. ¡Pero el arzadú es encarnado!

- Muy bien - asentía él, con gesto de paciencia. Pero en mi árbol es oro puro.

Además, el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.

No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.

Ocurrió entonces algo qué secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero asi era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfruto Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el primer día, y le dije: - ¿Has visto un árbol de oro?

- ¿Qué andas graznando? - me contestó de malos modos, porqué no era simpático, y menos conmigo. Quise darselo a entender, pero no me hizo caso. Unos días después, me dijo: - Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas durante el recreo. Nadie te verá...

Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.

Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo. Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me habían estafado.

Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la ciudad. Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el cementerio - era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura, - vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y brillante todo el, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé: «Es un árbol de oro». Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.

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