domingo, 3 de noviembre de 2013

Un desahogo

Antonio Muñoz Molina, escritor español recientemente ganador del Premio Príncipe de Asturias, nos habla en una de sus columnas de la falta de agradecimiento, de la frescura de alguna gente que pide sin ninguna consideración.


Un desahogo


Igual que los enanos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse entre sí, según Monterroso, los deudores llevan una lucecita que hace que se les descubra de noche y desde lejos, como la lucecita verde de los taxis.

Hace unos años, un pianista me pidió que le escribiera un texto para la contraportada de su nuevo disco. Es un buen pianista, y la música de ese disco me gustaba y me gusta mucho. Pero escribir algo digno requería mucho tiempo, escuchar con cuidado varias veces la grabación, documentarse para no escribir cualquier cosa. Yo tenía muchas tareas entre manos entonces. Literarias y no. Un escritor conocido no dedica su vida a ser escritor conocido. La dedica, como todo el mundo, a trabajar, a sobrellevar contratiempos y a veces malestares y enfermedades, a estar con su familia, a preocuparse por el trabajo o por la falta de trabajo de sus hijos, por la salud de sus padres mayores, etc. Como todo el mundo, ya digo.

El pianista insistió: sólo serían un par de folios. Esto del par de folios es frecuente oirlo. “Si para ti no es nada, un par de folios, eso lo haces en un rato”. Además, hablando francamente, la posibilidad de que el disco se publicara sería mayor si yo escribía esa presentación.

La escribí. Con mucho esfuerzo, y quitando tiempo de otras cosas, la escribí. Se la envié por fin al pianista. No se dio prisa en contestar. Cuando lo hizo fue muy breve: “Gracias. Se lo mando a la discográfica”. El hombre se ve que estaba ocupado. Me atreví a decirle que me sorprendía un poco su laconismo, dados el entusiasmo y la impaciencia que había mostrado antes por lograr mi colaboración. La respuesta fue rápida: “No imaginaba que tuvieras tanta necesidad de que te regalen el oído”. Yo había creído ser moderadamente acreedor, pero me equivocaba: era deudor, todavía.

Pasa el tiempo. Hay patrones que se repiten con fatalidad a lo largo de la vida. La directora de una revista fundada hace poco me pide una colaboración. Por supuesto no pagan. Pagan al impresor, pagan al transportista, pagan al distribuidor. Al que escribe es al que de entrada no se le paga. La directora tiene tanto interés por mi aportación como el pianista por su contraportada. Es el final de curso en Nueva York, y estoy muy agobiado. Pero me pongo y escribo unas páginas. Una tarde entera de trabajo.

La directora ni acusa recibo. Pasa el tiempo y no dice nada. Hasta hoy. Yo no pregunto, no vaya a ser que me sea una prueba de que quiero que me regalen el oído.

Y así con bastante frecuencia. Naces deudor o acreedor y te morirás así. Harás tres regalos uno tras otro y si por algún motivo no haces el cuarto habrás cometido un agravio. Y poco a poco descubres, porque tú también has recibido cosas muchas veces, que si hace falta generosidad para dar también hace falta generosidad para recibir.


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