sábado, 7 de junio de 2008

La voz inhumana


Alina Diaconú habla en este artículo publicado en La Nación de algo que nos afecta a todos, la incomodidad ante la voz mecánica, la añoranza por la verdadera voz, la que pertenece a alguien, la que nos indica con sus inflecciones, cómo es la persona con la que estamos hablando. Me ha hecho pensar en las personas que imaginábamos tras las voces que escuchábamos de niños en el radio, la fuerza de algunas voces que nos han convencido, gracias a su determinación, de hacer o no hacer algo en esta vida. Las voces amadas, las que reconocemos en un instante, las que basta una palabra para que les preguntemos ¿te pasa algo? porque hemos notado que había una pequeña variación que denotaba tristeza.

Cuando alguien nos da la voz, es decir nos llama desde lejos, volteamos para encontrarlo, la hemos reconocido, y estamos ansioso por comunicarnos. La voz toca. La voz atravieza el especio y en algunas culturas se usa como idiograma para representala, una flecha que cruza el espacio.

Hay la voz que suplica y la que ordena, la que susurra y la que se burla, la que insolente se alza y la que se apaga, la voz grave y la forzada, la que pide a gritos y la que se suelta. Se dice a viva o a media voz y hay la voz de la conciencia. Ce


Recuerdo a Xavier Villaurrutia que dice:


Y tu voz que madura,

Y tu voz quemadura,

Y tu bosque madura,

Y tu voz quema, dura,

como el hielo de vidrio

como el grito de hielo.

La voz inhumana
"Todo vivir humano ocurre en conversaciones. " Humberto Maturana


Las voces mecánicas, grabadas, que hoy nos atienden por teléfono cuando llamamos a cualquier empresa (desde nuestra prepaga médica hasta un cine; desde un banco hasta una oficina de transporte de pasajeros o un aeropuerto; desde el servicio de informaciones de una consultoría hasta un consultorio o un local de venta de cualquier tipo de producto), nos hacen acordar, por antítesis, a aquella inolvidable pieza de teatro de Jean Cocteau titulada La voz humana. En esa obra, escrita y estrenada en los años 30 -que luego fue llevada al cine por el director italiano Roberto Rossellini, con la antológica actuación de Anna Magnani-, había una mujer (el único personaje), que hablaba por teléfono durante el transcurso de todo el espectáculo con un supuesto amante que la estaba abandonando. La "voz humana" era la de ella, que se estremecía por la ruptura entre los dos y respondía a aquella otra voz humana, inaudible, la de él, que le producía las reacciones que el público podía advertir, con lo que sobreentendía así montones de situaciones: el hecho de que ella seguía enamorada de él; la impresión de que probablemente había intentado suicidarse; la idea de que debía devolverle sus cartas de amor, etcétera. Esa obra fue tan original, tan singular, tan descollante, que cincuenta años más tarde fue convertida en ópera por Francis Poulenc y puesta en escena en el teatro Chaillot de París, con la soprano Anna Béranger. En la Argentina, hubo una telenovela muy exitosa en 1990 que se tituló, sugestivamente, Una voz en el teléfono, y cuyo autor fue el prolífico Alberto Migré. ¿Se acuerda? En un mundo en el que la tecnología ha producido, por supuesto, inventos fascinantes que nos facilitan tanto la vida y que nos abren nuevos horizontes y posibilidades, hay, a la vez, algo que se añora: esa voz humana que antes nos hacía más cálida y expresiva la comunicación. Llamábamos a cualquier parte, y alguien, una mujer o un hombre, un muchacho o una muchacha nos contestaban. Entablábamos, así, una conversación. Esa voz pertenecía a un ser humano, joven o mayor, a alguien que podía ser simpático o antipático, colaborador o displicente, dispuesto a ayudar o no, alegre o malhumorado. La voz, la inflexión de esa voz, nos decía mucho acerca de la persona que nos atendía y que imprimía su sello en el vínculo que se establecía por un breve lapso y que podía ser comercial, informativo, aclaratorio, didáctico, o lo que fuera. Porque la voz de una persona es la persona. Es su personalidad, es su temperamento, su mentalidad, transmite sus pensamientos, sus ideas, sus emociones, su fuerza vital. Y esto puede ser, tal vez, lo que algunos añoramos en la actualidad. No es muy grato saber que hacemos una llamada telefónica y que nos vamos a encontrar con una voz grabada, que de tan neutra como suena parece inhumana. Cuando estuvimos en Rumania, hace poco, nos sorprendió que a los contestadores automáticos se los llamara robots. En realidad, es esto lo que son, más allá de la practicidad que ofrecen a diario, ya que se transforman en secretarias sin sueldo que nos informan de todo y que nos permiten, además, filtrar las llamadas. De todos modos, hay mucha gente que se resiste a dejar mensajes en estos contestadores. "Yo no hablo con máquinas", argumentan quienes así piensan. Sí: hay algo en los aparatos que nos perturba o desconcierta. A nosotros, al menos. Somos también de los que preferimos dirigirnos a la ventanilla de un banco para hacer un trámite en vez de usar las máquinas sabelotodo que están a la entrada. Nos gusta más conectarnos con una persona, oír una voz y ver una cara que usar un cajero automático. Este puede ser, acaso, un tema netamente personal. De todas maneras, puede haber otra gente que sienta lo mismo. A nosotros, las voces humanas que suenan inhumanas nos sobresaltan. Nos confunde escuchar el multiple choice que casi siempre llevan aparejado esas grabaciones por teléfono. El número 1, tal cosa; el 2, tal otra; el 3, otra opción y así, sucesivamente. Tenemos que pulsar una tecla o la otra y hay que elegir entre las variantes propuestas. ¿Y si nuestra inquietud es otra, si queremos la respuesta a un tema que no contempla ninguno de los números impuestos por la voz metálica? Nos falta el interlocutor, alguien que tenga en cuenta los matices, las graduaciones, nuestras pausas, nuestras dudas. Y ni hablemos de las interminables esperas con música, tras el repetido estribillo: "Nuestros operadores están ocupados. Aguarde y será atendido". A veces aguardamos; otras veces, nuestra paciencia claudica y, hartos, colgamos. Las voces inhumanas están en todas partes: del otro lado del tubo del teléfono, en los ascensores de los edificios "inteligentes", diciéndonos si el ascensor sube o baja, en los juegos electrónicos, en nuestros celulares. Y por eso vuelve a nuestra memoria esa voz humana de la obra de Cocteau, que tanto transmitía del drama de la protagonista, de su sufrimiento, de su amor ya no correspondido, de su desesperación. Las emociones más intensas nacían de esas modulaciones femeninas y circulaban por el hilo de un teléfono. Es la fuerza de la palabra, en la vibración de una voz, lo que nos falta actualmente en muchas de las tareas de la vida cotidiana. Como si las maravillas de la tecnología hubieran devorado algo esencial del intercambio personal y esto no fuera otra cosa que deshumanización. Faltarían diálogo, coloquio, comunión, interacción, entendimiento entre voz y voz, entre un ser humano y otro ser humano. ¿No influirá esta modalidad en la manera como se vinculan las personas hoy en día? Desde un punto de vista psicológico y social, ¿no llegará más lejos la suplantación de una voz humana real, palpable, presente, por la fría grabación atemporal de un robot? En la así llamada era de las comunicaciones, ¿no estaremos incomunicados?

Alina Diaconú es escritora.

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